En busca de un porqué

El 2008 se estrenó un documental singularmente sugestivo: Man on wire. James Marsh, su director, recogía en la cinta un hecho que en su momento concitó la atención de los medios en el New York de los años setenta: un funambulista francés de nombre Philippe Petit había cruzado caminando sobre un cable de 200 kilos los sesenta y un metros que separaban a las recientemente levantadas Twin Towers, en pleno World Trade Center. A más de 400 metros de altura, Petit había estado cuarenta y cinco minutos sobre ese cable: prodigando suertes de avezado equilibrista a los sorprendidos espectadores, que desconcertados y con alguna dificultad sólo divisaban una pequeña manchita móvil contra el cielo nublado de Manhattan, ocho veces dio la vuelta para reemprender la sagaz caminata.

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Una vez terminada la hazaña –calificada como «el crimen artístico del siglo»–, el osado artista francés fue arrestado. Según dijo, se sintió más amenazado durante el forcejeo con los gendarmes cuando lo llevaban detenido, que suspendido sobre el cable sin ninguna protección y asegurando una pértiga de dos metros como ayuda para mantener el equilibrio. Una vez en la estación de policía, fue interrogado. Los agentes, extrañados como todos –a excepción, claro, de los amigos que lo habían ayudado a perpetrar el acto–, le preguntaron por qué se había atrevido a poner en peligro de ese modo su vida y a contravenir las normas que impedían el acceso a las recién construidas Torres Gemelas. En un pasaje del documental, Petit, invadido por la emoción al recordar aquellos momentos, dice: «Ellos no entendían que no tenía que haber un porqué».

La búsqueda de fundamentos inconmovibles a partir de los cuales se pudiera explicar la realidad y el empeño de establecer exactamente el modo en que adquirimos conocimiento acerca de ella dieron vida a la magna tarea que emprendieron con denuedo, entre otras vertientes modernas, los sistemas racionalistas del siglo XVII.

Descartes halló ese sustento primordial en el sujeto, y más precisamente, en la subjetividad, en el acto de pensar. El hombre, a la postre, no era sino una substancia pensante, o para decirlo como él lo puso, el hombre era, en última instancia, res cogitans, una cosa que piensa. Es posible poner en duda todo –nos dirá en las Meditaciones metafísicas y en el Discurso del método–, a no ser el pensamiento mismo. «Pienso, luego existo» –expresión de una intuición originaria que Descartes se preciaba de haber descubierto– es el aserto  que dio cima a su proyecto. El pensamiento, asumía Descartes, constituía el sustento sobre el cual el conocimiento había de erigirse, pero esta vez, por obra suya y a diferencia de intentos precedentes, sin fisuras y definitivamente. Un conocimiento de tal naturaleza aspira a explicarlo todo; Descartes pretendía haber puesto las bases del conocimiento humano, y, con esto, estaba seguro de haber cancelado para siempre la posibilidad de que en sus dominios transite la duda otra vez: dejar algún resquicio sin explicación, digamos, sin un «porqué» es, en este contexto intelectual, simplemente, una posibilidad de plano excluida. Imbuido de esta confianza y seguro de haber dejado un sistema que habría de permitir iniciar un nuevo y esclarecido camino en la búsqueda del conocimiento, Descartes daba inicio a la filosofía moderna.

Leibniz, racionalista alemán, también instalado en las coordenadas históricas del siglo XVII, siguiendo la ruta del pensamiento cartesiano construiría un sistema en consonancia con los principales presupuestos afirmados por Descartes. Pero, entre otros importantes aportes, dio forma a una idea que consideraba fundamental. Leibniz sostenía que todo hecho acaecido en el mundo debía ser efecto de una causa; ante cualquier acaecimiento debía haber una razón que dé cuenta de ello, y denominó a esta causa «principio de razón suficiente». Dicho de otro modo: Leibniz asumía que nada en el universo es, existe, sin un porqué. Como lo formulaba a través de su principio: «Nada es sin razón».

Sobre la base de lo expuesto, ya va quedando claro el panorama: el racionalismo de un Descartes o de un Leibniz habría puesto serios reparos al desparpajo con que despachaba las razones el díscolo Petit al pretender que lo que había hecho no tenía un «porqué».

El ufano principio de razón suficiente, ciertamente, no se mantuvo inmune a la crítica. A mediados del siglo XX, Martin Heidegger, el filósofo alemán autor de Ser y tiempo, pronunció una conferencia en el Club de Bremen y, algunos meses después, en la Universidad de Viena, que luego sería publicada con pequeñas modificaciones bajo la forma de artículo con el título de «El principio de razón». En este texto, Heidegger desmonta este principio y muestra que su formulación transparenta una concepción que se encuentra comprometida con una metafísica de la presencia, aquella metafísica que desde los albores de la filosofía ha concebido al ser como un ente, es decir, como una cosa que está ahí, como fundamento de lo existente. Un planteamiento como el de Leibniz, sostiene Heidegger, habría contribuido a consolidar el afán calculista que se encuentra a la base de la mentalidad occidental. El vértigo causalista, el empeño de hallar una causa para todo lo que existe, ha desembocado en el control tecnológico avasallante que domina nuestro mundo, escenario en que surge la riesgosa pretensión de dominar las fuerzas de la naturaleza, y entre ellas, a la energía nuclear. Ya sabemos qué ha significado esto: de Hiroshima y Nagasaki, pasando por Chernobyl, hasta el desastre de Fukushima, este supuesto dominio ha demostrado que, en esencia, el hombre es un ser, como decía Hölderlin, infinitamente expuesto. El suelo de sentido sobre el cual el hombre busca reposar parece ser que se ha desfondado.

Se podría decir que Petit, a su manera y sin proponérselo, paseándose entre las torres más altas del mundo en aquellos tiempos, sin una razón suficiente que amparara su acto, sin ningún tratado filosófico de por medio, sin el nimbo intelectual del filósofo-tipo, que con afán busca despejar a través de malabarismos argumentales y alambicados y asépticos términos conceptuales los porqués que acucian al hombre, también desmontaba aquel principio: el inusitado acto de un hombre retando al azar y a la muerte porque sí, sin ninguna razón de fondo, ponía la vida desnuda frente a aquellos que, pasmados, cientos de metros abajo, seguían su desnortada caminata.

Curiosamente, esa ausencia de razones también había sido aludida a través de unas líneas escritas por un místico alemán, Angelus Silesius, mucho antes, en el siglo XVII, quien yendo a contracorriente de cualquier doctrina fundacionista, dice: «La rosa es sin porqué. Florece porque florece». O para decirlo, ya en el siglo XX, con Wittgenstein: «Lo místico es que el mundo sea»: la existencia del mundo no es un hecho susceptible de ser explicado; el mundo, sencillamente, existe sin más. La vida en su nuda expresión –la realidad, el conjunto de la existencia– no es un evento que rinda sus armas ante los embates de un porqué. Lo que es, lo que existe, simple y llanamente es.

No se trata de endilgarle a Philippe Petit la condición de filósofo. En definitiva, no lo era. Pero no se necesita serlo para asumir una perspectiva que configure una visión del mundo, de la vida. Pues  lo cierto es que detrás de su performance, sin duda late una concepción de la existencia, una mirada que se encuentra en consonancia con estos nuevos tiempos en que irrumpe la desconfianza hacia la razón, la pérdida de la fe ilustrada en el progreso; la sospecha de que la búsqueda de sentido acaso desemboque en una superficie desfondada de certezas que se precipitan hacia ningún lado; tiempos en que la misma ciencia ha abierto caminos insospechados en el afán de comprender nuestro mundo; tiempos en que las vanguardias han tomado por asalto el panorama del arte convirtiendo ejecuciones callejeras en expresión de belleza frágil y huidiza. Tiempos de posmodernidad.

El año en que tuvo lugar esta proeza estética fue 1974. Cinco años después, Jean-François Lyotard, publicaría un libro que, en el plano de las ideas filosóficas, levantaría el acta de nacimiento de una era. La condición posmoderna, título de aquella obra, anunciaba el advenimiento de la posmodernidad: una nueva fase en el desarrollo de las sociedades postindustriales. Un gesto muchas veces se transforma en un icono que bien puede representar el advenimiento de una nueva época, el cambio de marcha en las rutas del pensamiento, la emergencia, digamos, de una nueva escenografía cultural.

El de Petit, el desafío lanzado a las alturas sin un porqué, el valor estético de un evento sin propósito último, en que nada menos se ponía en riesgo la propia vida sin una razón claramente determinable, y, con esto, se lanzaba, quizá sin saberlo, una suerte de muda declaración que implícitamente festejaba la fragilidad de la existencia, y quizá proclamaba, de esta forma, la inexistencia de razones últimas y de pensamientos únicos, puede ser visto como uno de aquellos gestos que sintetizan de manera singular el afianzamiento de una nueva manera de mirar el mundo. Petit lo miraba desde las alturas, suspendido en el absurdo acto de arriesgar la vida sin una razón que dé cuenta de ello; expuesto a ser tragado por un abismo flanqueado por dos descomunales moles de vidrio y acero, afirmando la insignificante grandeza de un artista –o, digamos, la condición trágica del hombre– frente a la ampulosa cosmovisión del better and bigger plasmada en aquellos soberbios edificios, testimoniando con su acto el naufragio de una época de ilusorio progreso, en cuyo seno el dominio depredador del hombre ha hecho trizas los ideales del mundo moderno, un mundo que, a estas alturas, pareciera ya caerse a pedazos.

*Este post es una colaboración de José Antonio Tejada Sandoval, docente de la Universidad Privada del Norte.

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