Cioran en la cola del bus

De cómo la lectura accidental de una frase en una estación del metropolitano suscitó la revisión de las ideas del contundente filósofo del pesimismo.

Cioran en la cola del bus

I

«La obsesión del suicidio es propia de quien no puede ni vivir ni morir y cuya atención nunca se aparta de esta doble imposibilidad».

Leí este pasaje, digamos, a hurtadillas. Eran alrededor de la cinco de la tarde de un lunes anodino. Me encontraba de pie, esperando el bus alimentador (ya he hablado de mis desdichas relacionadas con este servicio de transporte). Casi al lado mío, pero haciendo la cola para abordar el bus de otra ruta, se hallaba un señor, que quizá frisaba los sesenta años, concentrado en la lectura de un libro. Era este un libro viejo (encantadoramente viejo) que exhibía discretos pasos de polillas en los márgenes de las hojas. Ver a una persona leyendo en medio de ese caos, en medio de gente ensimismada mirando la pantalla de su celular, me emocionó (como ocurre cada vez que me encuentro con una inusual estampa como esta), aun cuando ese hecho claramente quedaba explicado por una razón de orden generacional (definitivamente, aquel lector formaba parte de aquellos que crecieron sin saber de tablets, smartphones y conexión a internet). Como hago con frecuencia cuando tengo cerca a alguien a quien no conozco con un libro en las manos, en una cola (como ahora), en el bus, en el recibo de algún lugar, en fin, donde se pueda, traté de leer algunas líneas y descubrí aquel pasaje con que abrí este texto. Es un pasaje lúcido y tremendo, suscitador y sugestivo. Inquietante. Sobre todo, inquietante, por el tema a que alude: nada menos que el suicidio.

Aunque deseaba saber quién había forjado aquellas ideas, quién era el escritor cuyo libro se paseaba en las manos de aquel anónimo lector entre el gris rumor de una estación de buses, no me atreví (no sabría bien decir por qué) a preguntarle a aquel señor qué obra se encontraba leyendo. Eran –como se puede ver– poco más de veinte palabras, apenas dos líneas de texto, de modo que memorizarlas no fue una labor titánica. La cola ya estaba avanzando y subí al bus con el propósito de buscar en Internet, una vez que llegara a casa, al perpetrador de estas líneas. Debo reconocer que la tecnología, en este punto, resulta ser de una utilidad casi mágica.

Así, pues, busqué el dato en la red de redes, asombroso depósito de paradójico encuentro entre cultura y basura, y ubiqué A campo traviesa, de Esther Seligson, libro en que se citaba aquel pasaje. Gratamente sorprendido, descubrí que aquellas líneas pertenecían a una obra de Emil Cioran, el escéptico escritor rumano, intitulado El aciago demiurgo (no era un acaso: Seligson es una reconocida traductora de alguna de sus obras). Ese libro –recordé– se encontraba en alguno de mis libreros, pero por quién sabe qué razones no lo había terminado de leer: se me haría presente, luego, al descubrir un marcador asomando entre sus páginas, el lugar en que interrumpí su lectura.

La edición con que cuento tiene otro título, El malvado demiurgo, traducción literal frente a aquella otra, un poco más libre y, sin duda más certera en cuanto al sentido de la obra, que había sido concebida por Fernando Savater cuando la vertió al español. Savater (y esto lo cuenta en Todo mi Cioran, magnífico libro, del cual me ocuparé en algún momento), esclarecido introductor de la obra del escritor rumano en España en los años setenta, consultó la pertinencia de su propuesta –El aciago demiurgo– con el mismo Cioran. Este, un tanto desconcertado con la sugerencia, pidió alcances a una cocinera española sobre el sentido del adjetivo que Savater proponía como parte del título, y satisfecho con la explicación, inmediatamente dio su conformidad.

Plantado frente a esta obra, rescatada de la que quizá habría sido una indefinida estancia en el purgatorio de los libros a medio leer, pensé: «Cioran en el metro de Lima. Cioran entre las manos anónimas de un tipo parado en medio de gente apiñada que espera con resignado automatismo subir a un recinto móvil que transporta a los usuarios como ganado. Leer El aciago demiurgo justamente allí –me decía– es honrar a Cioran». Sí: en esa insignificante y laberíntica filial del absurdo, su prosa acerba y afilada, desengañada y catastrofista, calza con irónica perfección; es como recorrer un sendero en penumbras con una linterna de potente alcance, pero conservándola tenazmente apagada al saber que lo que aparecerá ante su luz, sea cual fuere la dirección hacia la cual se la apunte, será siempre un escenario no solo incomprensible y hostil, sino, además, de una fealdad insoportable. Leer a Cioran en medio de gente corriendo con un rictus de martirio para alcanzar su bus o formando cola para subirse a uno a empellones o insultándose por un lugar usurpado ladinamente o refunfuñando por los minutos de tiempo muerto esperando a ese bus que parece que nunca llegará, es un gesto que, de alguna manera, celebra la inutilidad de la existencia, justamente, en un lugar donde se respira el absurdo.

Cioran en la cola del bus

Ese libro, allí, en las manos de aquel señor, era el circunstancial emblema, digamos, a ridícula escala, del gran fiasco que nos tocó vivir y en el que Cioran se regodeó toda su vida. Cioran en el metro de Lima: un punto negro sobre fondo negro.

II

Recuerdo haber comenzado a leer a Cioran el 99 (miren, pues, hace solo veinte años). Una copia de Ese maldito yo circulaba entre algunos estudiantes que asistían a un curso de filosofía antigua en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la gloriosa San Marcos. Fotocopié el libro y comencé a leerlo con avidez por las referencias que tenía sobre su autor; sobre todo, por las ideas que se le atribuían y que, a medida que iba leyendo la obra, constataba: veía con estupor y agrado (vaya combinación) que desenvolvía su discurso, fragmentado y punzante, con esa escalofriante agudeza que solo tipos como Cioran, que han asumido honesta y visceralmente el escepticismo como forma de vida, desengañados ya por un ejercicio de extrema lucidez, lo pueden hacer.

Quedé pasmado. Hasta ese día no me había encontrado con un pensamiento tan extremo. Este singularísimo escritor rumano procedía a zapar, sin pizca de resquemor, aquellos valores que se plantean como fundamentos de la cultura. Recuerdo haber tenido la impresión de estar situado ante la verdad: contemplado desde la perspectiva de Cioran, el mundo, la existencia, la realidad (o llámese como se quiera a esto que nos ha tocado vivir) perdía consistencia y significado, sentido y dirección. Luego repararía en que incluso hablar de verdad con respecto a las ideas de este filósofo inaudito era una tontería más. Cioran es extremo y disolvente. Nada más y nada menos que un pensador que niega lo que parece innegable. Que niega lo que no debería negarse.

Unos años antes alguien me había contado una curiosidad. Adam Duritz, el vocalista de Counting Crows, antes de que la fama lo alcanzara, había jurado matarse al llegar a los treinta años. En ese trance, llegó a sus manos Del inconveniente de haber nacido, una de las obras más reconocidas de Cioran. Su lectura fue decisiva. Dijo que el libro lo había mantenido vivo. Y lo comprendo: como leí en alguna reseña, «Cioran no desalienta, tiene el talento de fortalecer». Aunque  los tonos dominantes en sus escritos son el catastrofismo, el desengaño y la ironía más fina para someter a escarnio a dios, el cosmos, el experimento humano y la existencia (rasgos que suelen ser confundidos con un pesimismo, que, a fin de cuentas, es solo epidérmico en este pensador), su lectura lejos de inyectar una dosis de desesperación a quien se imponga la tarea de leerlo con atención (dejando de lado los clisés que acompañan la mención de su nombre), le transmite un extraño sosiego que nace de la sospecha de que nada en este mundo vale realmente la pena; que el ser, antes que un don, es una condena; que no es la muerte la verdadera y tremenda desgracia, sino el nefasto hecho de haber nacido; en fin, que la vida es tan insustancial y evanescente, tan incomprensible y terrible, que el suicidio ante tamaño despropósito no remedia nada en absoluto: la decisión de matarse siempre llega demasiado tarde.

 

Cioran en la cola del bus

Sí, esto parece pesimismo, y del más crudo. Pero yo no lo siento así. Si la vida se emponzoñó con el nacimiento; si el hecho de que el mundo exista, ya de por sí constituye una afrenta a la majestad de la nada; si la podredumbre está inscrita con el azote del tiempo marcando nuestro destino (Cioran llama al hombre «carroña vertical»); si la muerte no remedia nada, y, más aún, si la extinción no es sino una broma tremebunda más en este carnaval de sinsentidos, desencuentros y malentendidos que es la vida; si, para decirlo con grosera llaneza, vivir o morir, miradas las cosas a través del cristal del desapego más crudo, no nos da ni nos quita nada perdurable y valioso, entonces, entre lo que le comentaban las pelanduscas a Cioran, cuando se perdía en las callejuelas de Rasinari, adonde lo aventaba el insomnio crónico que sufrió, y lo que pregonaban los grandes sabios de la humanidad, no media una distancia que pueda juzgarse apreciable. Decir, solemnemente, «una vida sin examen no vale la pena ser vivida», como lo dejó planteado Sócrates (según Platón), o rebuznar diciendo «vive la vida, no dejes que la vida te viva», como algún casquivano podría proclamar como chapucera consigna hasta la saciedad, es, a fin de cuentas, lo mismo. Y si ello es así, entonces, lo que hallamos en Cioran, antes que pesimismo, es expresión de un descreimiento fulminante que lleva a mirar esta existencia como si se tratara de un circo en el que los payasos somos todos nosotros, unos payasos salidos de la nada y encaminados, luego de un espectáculo improvisado, otra vez al silente reposo del no ser. Un paradójico circo en que la maniobra más disparatada se desenvuelve con una seriedad solemne, con cómicos circenses de ocasión que llevan en la cara hollín en vez de pintura de colores, que ríen cuando deben llorar, y sollozan con ridículo aparato cuando deben soltar una ruidosa carcajada. Un circo con un inicio tan escandalosamente absurdo como no menos será su final.

Bueno pues, después de leer aquel libro, me convertí en un seguidor de este enemigo del cosmos. Lo que siguió fue intentar procurarme más obras suyas. Hallé muy poco en la biblioteca de la Facultad de Letras de San Marcos. Había una buena dotación de sus libros en la biblioteca de la Universidad Católica, pero ya sabemos que ese lugar es inexpugnable para quien no estudia allí. Nunca (extrañamente) hallé nada (como hasta ahora) en las librerías de viejo que frecuentaba (y frecuento aún). Y los pocos libros suyos que ubiqué en las librerías del circuito comercial no se encontraban a mi alcance por aquella época (tiempos difíciles, no solo de turbulencia existencial, sino, además, de mayor zozobra económica que ahora). Fotocopié El libro de las quimeras, una de las pocas obras que pude hallar en la biblioteca de mi facultad, y seguí solazándome en el estilo urticante del maestro rumano. Acicateado por estas lecturas y por lo que según mi fuente (ahora ya extraviada en mi memoria) había dicho Duritz acerca de aquel libro de Cioran, desarrollé una especie de obsesión por encontrarlo. «Qué tal título», pensaba. Esa frase, «Del inconveniente de haber nacido» –catastrofista hasta su última letra–   incitaba mi curiosidad, que iba adoptando ya el cariz de un obsesivo interés.

Hasta que un buen día, en los anaqueles de El Virrey, lo encontré. Discreto, agazapado, refundido entre libros de mayor tamaño y espesor, divisé el título en el lomo, como si descubriera de pronto el relumbre de una piedra preciosa. Leer ese libro –compendio de aforismos de rasposa ironía que antes que ideas transmiten sensaciones– fue otro gancho al mentón que me dejó con menos certezas aún. Un puñado de sus pasajes (Cioran, 1981) nos puede dar una idea de la lucidez paralizante que domina esta obra de culto: «Haber cometido todos los crímenes, salvo el de ser padre» (p. 12). «Estoy, por lo general, tan seguro de que todo está desprovisto de consistencia, de fundamento, de justificación, que aquel que osara contradecirme, aunque fuera el hombre que más estimo, me parecería un charlatán o un imbécil» (p. 13). «La única, la verdadera mala suerte: nacer. Se remonta a la agresividad, al principio de expansión y de rabia aposentado en los orígenes, en el impulso hacia lo peor. No es de extrañar que todo ser venido al mundo sea un maldito» (p. 15). «Vale más ser animal que hombre, insecto que animal, planta que insecto, y así sucesivamente. ¿La salvación? Es todo lo que disminuye el reino de la conciencia y compromete su supremacía» (p. 34). «No hay aflicción límite» (p. 53). «Nunca entenderé cómo se puede vivir sabiendo que no se es, por lo menos, eterno» (p. 156). «Condición indispensable para la plenitud espiritual: haber apostado siempre mal…» (p. 161). «La muerte no es absolutamente inútil. Después de todo gracias a ella nos será dado recobrar el espacio anterior al nacimiento, nuestro único espacio…» (p. 168). «No hay posición más falsa que la de haber comprendido y permanecer vivo» (p. 177). «Sacudir a la gente, sacarla de su sueño a sabiendas de que con ello se comete un crimen, y de que valdría mil veces más dejarla donde está, puesto que al despertarla no tenemos nada que proponerle…» (p. 179). «El hombre despide un olor particular: de entre todos los animales solo él apesta a cadáver» (p. 184). «Solo se tiene la posibilidad de entrever sobre qué locura se funda toda existencia, en la medida en que, a cada instante, se restriega uno contra la muerte» (p. 185). «Nacimiento y cadena son sinónimos. Ver la luz: ver grilletes…» (p. 187).

En fin. Escepticismo militante en su máxima expresión. Música catastrofista de alta fidelidad. Antídotos contra la chata complacencia de los desabridos teóricos de la felicidad. Cioran en estado puro.

Hace algunas semanas, terminé de leer El malvado demiurgo. Ahora, iba a empezar la reseña de la obra, pero reparo en que este post ya está desbordando los límites que se juzgan prudentes. Así que a los tres o cuatro lectores que me siguen (perdonen la franqueza) les digo: manténganse a la expectativa; dejaremos las impresiones de aquel libro para una próxima ocasión.

*Este post es una colaboración de José Antonio Tejada Sandoval, docente del Departamento de Estudios Generales de la Universidad Privada del Norte.

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Referencias:

Cioran, E. M. (1981). Del inconveniente de haber nacido. Madrid: Taurus.

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