Leía hace unos días que son tres los factores claves para emprender con éxito: un deseo inquebrantable de triunfar, talento y perseverancia. Quisiera detenerme en “el deseo inquebrantable de triunfar”, que tiene mucho que ver con las intenciones, con los motivos para emprender.
Nadie crea una empresa e invierte en ella para que se destruya, para perder, para que fracase. ¡Hay “obligación” de triunfar! Así visto, hablar de este deseo es una obviedad que, por evidente, no tiene sentido significarla. Por ello, entiendo que tras este factor se apunta a un sentido más personal del “triunfo”, a un deseo irreductible de ser persona de triunfo, de éxito. Y todos vislumbramos el ego del triunfador, la ambición del que busca sobresalir por encima de la media, de ser algo en la vida, reconocido por uno mismo y por todos: “éste ha triunfado, es una persona de éxito, un verdadero líder…” La gloria del triunfo.
Recuerdo al profesor de Foro Europeo, Javier Fernández Aguado, cómo nos decía en el Programa Atenea de Alta Dirección que el “triunfo” se les daba a los generales romanos al llegar a Roma, y con él entraban henchidos de orgullo, en medio de las aclamaciones de todo el pueblo, con sus tropas, esclavos y todo el botín adquirido tras una campaña de victorias y grandes conquistas para el imperio. Pero como contrapunto, y a diferencia de hoy día, les acompañaba siempre en su carro alguien que les iba diciendo: “recuerda que eres polvo”. Hoy no permitiríamos un acompañante como éste: queremos el éxito pero sin recuerdos de qué somos en realidad.
Aun su atractivo, la palabra éxito me parece pobre. Prefiero fecundidad. Ésta sí que es grandiosa. Sólo unos breves apuntes.
Éxito mira principalmente a un alguien, un protagonista respecto de otros que no lo son, un ganador, con talento exclusivo, diferente de otros que no le alcanzan, a un número uno, que demuestra su valía y cuyos logros producen admiración por parte de los demás. Alguien de otro club: el de los triunfadores. Cómo viva este protagonismo nos indicará qué somos los demás para él: subordinados, peldaños, compañeros; cuál era su sentido de empresa, para qué trabajábamos exactamente, si para él, para su gloria e intereses, para todos… Y decidiremos nuestro grado de compromiso, y de pasión.
Fecundidad no es lo mismo. Es el fruto y no un protagonista lo importante, y si hace referencia al protagonismo de alguien -un agricultor, por ejemplo-, éste no es absoluto, porque casi siempre depende también de otras variables, incluso de incertidumbres que no están en su mano solventarlas: echa la semilla, riega, pende del tiempo. A veces mejor, a veces peor, hay imponderables y los asume como tales… No siempre sale bien. Convive con un misterio del que no es dueño y lo reconoce.
La fecundidad reconoce el concurso de otros. Y podríamos decir que ese agricultor es humilde ante una buena cosecha: lo ha hecho bien pero no solo ha estado él ni el mérito es solo suyo. Está alegre, pero no henchido. No hace falta que nadie le recuerde qué es. Incluso está admirado y hasta sobrecogido por el resultado, sabiendo que su mejor actitud es la del agradecimiento. Porque no se sitúa por encima del resto, jamás tendrá problemas por rodearse de mejores que él: es feliz en lo que aporta y agradece el concurso de todos, a quienes da mérito y reconocimiento. Todos han sido protagonistas y todos saben por qué luchan, a qué deben compromiso.
Por otra parte, el éxito -y su protagonista- necesitan aparecer, ser reconocidos, impactar, aunque se les mida en un momento y su gloria dure solo ese momento. Es lo propio de todo brillo cegador. Sin embargo, qué poco dista el éxito del fracaso. Y si no se extingue antes, pocas veces sobrevive a su protagonista. La muerte acaba con los éxitos: la fama del éxito es efímera. Y aldeana.
La fecundidad, sin embargo, trasciende a uno mismo y recala en los demás, en los frutos de los que otros se benefician. Por ello, ni brilla en el momento, ni es cortoplacista: requiere siempre del tiempo. A veces, ni siquiera es reconocida en vida, y grande tiene que ser para merecer agradecimiento futuro. Mucho fracasado en vida ha sido fecundo y es reconocido por toda la historia, mientras que pocos de éxito en vida han sobrevivido a ella. Si no, hagamos memoria. El éxito puede ser egoísta, la fecundidad nunca: la historia, la de verdad, no está hecha de éxitos sino de fecundidades.
El emprendedor, la empresa, es ámbito de fecundidad, no de éxito. Si éste la acompaña, ¡qué maravilla para animar a otros! Pero ¡qué poco vale si es luz de artificio! Y qué hipocresía si no va unido a fecundidad. Disfrutar empresa, vivirla con pasión, requiere ambición de fecundidad. Necesitamos empresarios fecundos, que sean conscientes de ello, que comprometan a sus personas y a otros empresarios en esta ambición. Quizás, haber olvidado la fecundidad de la empresa y buscar el éxito sean la causa de que la sociedad la perciba como un reino de vanidades, de aprovechamientos y de egos, merecedora de reproches, sospechas y vilipendios.
Hablábamos en posts anteriores de intenciones y parecían tema poco importante para la empresa. Sin embargo, la definen y hasta predicen su futuro. Soy empresario y mi intención es ser fecundo. Espero que los brillos de un posible éxito no me confundan. Y si fuera un trabajador no empresario, buscaría una empresa con afán de fecundidad.
Este post es una colaboración de José Ramón Lacosta, presidente del Foro Europeo y docente de la asignatura «Liderazgo, valores y empresa» del MBA Internacional de la Universidad Privada del Norte.
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