Proverbio o no, hay una máxima que se cumple siempre: o se vive como se piensa, o se acaba pensando como se vive.
Hace ya años que Jacinto Choza publicó un pequeño ensayo bajo el atractivo título de “Elogio de los grandes sinvergüenzas”. Sostiene la tesis de que nuestra época está falta de grandes sinvergüenzas. El sinvergüenza es aquel que se ríe de la gente y de lo que hace: sabe que está mal, pero -como no tiene vergüenza- lo sigue haciendo. La experiencia de los años nos enseña que, en el país de los ciegos, el sinvergüenza se descubre como tuerto y que… hasta lo anhelamos: le queda esa mínima luz para escuchar la realidad, aguantarla y no cambiarla. Porque siempre, pero más ahora, en vez de sostener que algo está mal, se enmienda y se teoriza sobre ello hasta convertirlo en bien. Enrique VIII nos dio buen ejemplo de ello: en vez de irse con 8 mujeres como un sinvergüenza, una a una, que fue lo que hizo, justificó como bueno cada divorcio, aun incluyendo la muerte de algunas de ellas. ¿Abyecto, corrupto, cruel? Qué va. No tenía categoría ni valor para ello, pero sí poder: elevó a rango de ley y a problema de estado un vulgar asunto de faldas. No llegó ni a sinvergüenza. Es más, ojalá lo hubiera sido: quizás, otro gallo nos cantaría ahora.
Ante la corrupción que nos salpica, la calle apela a la falta de vergüenza de sus protagonistas. Lo mismo hizo -porque lo mismo era- en los comienzos de la crisis económica actual ante la insaciable codicia de muchas grandes corporaciones. De igual modo, otros más eruditos señalan que la causa principal -no la única- que subyace bajo todo ello ha sido la falta de valores, que ésta es una crisis ética.
Personalmente sostengo que ésta no es una crisis causada por la falta de valores sino todo lo contrario. Han sido los valores quienes nos han llevado a ella: eso sí, los predominantes, promovidos algunos a lo largo de los años y presentados desde muchas facultades de empresa como la base científica e indiscutible de la economía y empresa moderna. Veamos sólo algunos de ellos.
Desde el siglo XVI se considera al hombre como individuo (cerrado, uno) y no como persona (abierto, relacional). Si el hombre es sólo individuo, que se mueve sólo por interés, que por el interés de ganar dinero crea empresas, porque para eso están las empresas -para maximizar el beneficio para el accionista (dueño)-; que así como él busca su propio beneficio también el trabajador está buscando el suyo, por lo que las palabras claves son negociación y resolución de conflictos, y la base de toda confianza es el contrato. Si esto es así, ya sabemos lo que tenemos que hacer: cada uno a lo suyo. Eso del bien común, eso de proyectos comunes son engañifla para tontos cuando se les necesita. Dura y cruda pero esta es la base teórica de la economía.
A poco coherentes que seamos descubriremos que la felicidad consistirá en satisfacer el propio interés, que ya no está en o con los demás sino en el propio éxito. Claro, la ética como ciencia de la felicidad no contará con principios éticos inmutables, porque éstos dependerán de cada uno… y será difícil establecer un modo de proceder ético distinto al de mi conveniencia. Por supuesto, para no pegarnos y como defensa de los más débiles, deberemos consensuar las reglas de juego, las leyes. Pero si a esto se reduce la base de las leyes, la arbitrariedad de un consenso, entenderemos que puesta la ley, puesta la trampa.
Titulaba este post Bajo el manto de la corrupción. Y señalaba que lo que realmente me sorprende no es la corrupción sino que nos extrañemos ante ella. Ya que estamos de refranes, de aquellos polvos, estos lodos: de ese pensar, este proceder. O de una debilidad humana, este pensar.
La codicia siempre ha existido: el apetito desordenado de bienes, diría un clásico. Pero, como Enrique VIII, le hemos dado carta de naturaleza hasta convertirla en ideal, en modelo para quien busca el éxito. Ante mi interés como valor incuestionable, ser codicioso es el modo natural de proceder de todo individuo. Quien no actúa así es que no se entera, ni siquiera de su enfermedad: sufre de buenismo tonto y ridículo, más peligroso todavía si a base de practicarlo finalmente deviene en crónico. ¿Extrañarnos de la corrupción? Lo extraño es que no la hubiera.
Pícaros, envidiosos…, manifestación de que estos valores han calado en nosotros. Como Jacinto Choza, echo en falta a los grandes sinvergüenzas: al menos tenían el valor de no negar el fondo de las cosas. Pero sobre este fondo, otro día.
Este post es una colaboración de José Ramón Lacosta, presidente del Foro Europeo y docente de la asignatura «Liderazgo, valores y empresa» del MBA Internacional de la Universidad Privada del Norte.
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