Nuestro director nacional de la Facultad de Ciencias de la Salud expone la importancia de que las atenciones médicas tengan en el centro a la persona humana.
Javier es un periodista de 52 años que ingresó a la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) por una neumonía grave con insuficiencia respiratoria aguda por lo que tuvo que ser intubado y conectado a un respirador para poder mantenerlo con vida. Adicionalmente hubo la necesidad que insertarle un catéter en la vena yugular del cuello para suministrarle medicamentos especiales para restablecer su presión arterial, una sonda en el estómago para alimentarlo y otra sonda más en la vejiga para medir el volumen de orina.
Durante las dos semanas que permaneció en la UCI podía escuchar permanentemente el taladrante “bip, bip” del monitor de cabecera, perdió la noción del tiempo y no sabía si era de día o de noche, estaba incapacitado de poder hablar (tenía un tubo en la tráquea que atravesaba las cuerdas vocales) por lo que tampoco podía avisar cuando tenía dolor, cuando quería que lo cambiaran de posición o cuando deseaba hacer sus necesidades fisiológicas.
Los médicos y enfermeras nunca conversaban con él porque asumían que estaba inconsciente o bajo los efectos de sedantes y se referían a él como “el paciente de la cama 709-3 con sepsis”. Tampoco guardaban discreción al momento de discutir sobre su estado de salud, evolución y pronóstico haciéndolo al lado de la cama. No sabía lo que estaba ocurriendo y la sensación de pánico ante lo que parecía una muerte inminente no lo dejó conciliar el sueño durante casi todas las noches. “¿Sobreviviré?, ¿qué pasará con mi esposa cuando ya no esté?, ¿quién cuidará de ella?, ¿qué pasará con mi hija menor que recién acaba de ingresar a la universidad?, ¿cómo van a pagar los gastos de la clínica cuando se sobrepase la cobertura de mi seguro?, ¿si sobrevivo, quedaré con alguna secuela que me impedirá volver a trabajar?”.
Su familia sólo podía visitarlo una vez al día por un periodo no mayor de una hora y no les estaba permitido tocarlo “por el riesgo de infecciones”. La familia sólo podía recibir el reporte del médico de guardia de 11 a 12 am, una vez al día, en el corredor de la UCI (en presencia de los familiares de otros pacientes) y casi siempre se iban a casa más confundidos de lo que habían llegado porque el médico utilizaba palabras técnicas que no lograban comprender. Gabriela, su esposa, había dejado de alimentarse adecuadamente, prácticamente estaba “viviendo en el hospital” y casi no dormía en las noches. Sus hijos mayores no podían concentrarse en el trabajo por la angustia de no saber cuál sería el desenlace, su hija menor había dejado de asistir a la universidad porque no podía concentrase en los estudios y debía acompañar a mamá. Cada vez que sonaba el teléfono en casa saltaban alarmados de la cama pensando en que había ocurrido lo peor.
La llamada “deshumanización” en el cuidado de los pacientes consiste en tratar a alguien como un «objeto» en lugar de una «persona», poniendo la enfermedad como el centro de la actuación de los profesionales de la salud. Es decir, podemos llegar a olvidar que cada persona es un ser único e irrepetible; que además de cuerpo es mente, emociones, espíritu, creencias, cultura; que tiene dignidad y pudor, que está inserto en un contexto familiar y social únicos. Esta situación es muy común en la atención general de los pacientes, pero particularmente frecuente en la UCI debido a varios factores: la condición crítica de los pacientes con alto riesgo de morir, la gran cantidad de aparatos de alta tecnología para el monitoreo preciso de constantes fisiológicas y soporte avanzado de las funciones orgánicas; el estrés al que están sometidos los especialistas debido al grado de responsabilidad, la necesidad de tomar decisiones rápidas con información incompleta, insuficiente o nula; la baja tolerancia al error, la presión de los financiadores de los sistemas sanitarios por reducir los costos de atención, la falta de medios materiales para una atención adecuada y segura (especialmente en los hospitales públicos) y la sobrecarga de trabajo (es muy común que se encuentren laborando en turnos continuos por más de 24 horas en más de un hospital).
Esta es la razón por la que en los últimos años se han generado varias iniciativas internacionales para “humanizar” el cuidado en la UCI, lo que podría considerarse una paradoja por cuanto las carreras de salud son en esencia las que demandan un alto nivel de empatía y vocación de servicio al prójimo. Sin embargo, lo relatado al inicio de este artículo ocurre con frecuencia, incluso de manera “inconsciente” y por supuesto sin la voluntad de maleficencia del personal sanitario. Según la RAE, “humanizar” significa hacer humano, familiar y afable a alguien o algo. En otra acepción, también significa «ablandarse, desenojarse, hacerse benigno». Entonces, ¿cómo podemos humanizar la UCI? ¿cómo podemos retomar el hipocrático primum non nocere (lo primero es no hacer daño)?
Hay varias iniciativas que han demostrado tener los mejores resultados no sólo en la satisfacción de los pacientes y familiares, sino incluso en variables clínica y socialmente relevantes: menor ansiedad y delirio, menor necesidad de uso de sedantes, menos días de conexión al respirador, reducción de la estancia hospitalaria, mayor seguridad para los pacientes y reducción de la mortalidad. Así, se pueden hacer algunos cambios en el diseño de la UCI: boxes individuales, climatizador individualizado para cada box, posibilidad de contar con luz natural, musicoterapia, espacios para información a familiares que sean confortables y preserven la intimidad.
Otros tienen que ver con la gestión de la unidad: visita de familiares sin restricciones de horario y participación en el cuidado de los pacientes (UCI de “puertas abiertas”). También están las que tienen que ver con el comportamiento del personal: identificar a los pacientes y dirigirse a ellos por su nombre en todo momento (especialmente antes de cualquier examen, solicitando su permiso), hablar con todos los pacientes incluso con aquellos que están delirando, permanecen inconscientes o no pueden hablar; promover el contacto físico (sostener la mano del paciente mientras se le habla), comunicación efectiva y empática con la familia (una habilidad blanda que se puede aprender desde las aulas), permitir el uso de algunos dispositivos personales (anteojos, audífonos, dentadura postiza) y promover la movilidad física temprana, permitiendo que el paciente –incluso aquellos conectados a un respirador- pueda deambular dentro de la UCI, algo impensable hasta hace pocos años.
Tenemos que empezar a gestionar el cambio rompiendo los viejos paradigmas, comenzando por “enseñar con el ejemplo”. Recordemos el juramento con el que iniciamos nuestro noble oficio: “…recordaré que la medicina no sólo es ciencia, sino también arte y que la calidez humana, la compasión y la comprensión pueden ser más valiosas que el bisturí del cirujano o el medicamento del químico…” y lo que nuestros viejos maestros nos inculcaron desde el primer día de clases: “curar pocas veces, aliviar a menudo, consolar siempre”.
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