Según la definición de Hernando de Soto, el sector informal está conformado por las empresas, los trabajadores y las actividades que operan fuera del marco legal y normativo que rige la actividad económica del país.
El Perú es uno de los países más informales del planeta y los indicadores que sustentan esta afirmación son contundentes: el 60% de nuestro Producto Bruto Interno (PBI) es generado por la economía informal, 75% de nuestra Población Económicamente Activa (PEA) tiene un empleo informal, 40% de nuestra fuerza laboral está auto-empleada en microempresas informales y el 90 % de las empresas peruanas son informales. Por otro lado, somos reconocidos como un país de “emprendedores” y “pro-empresa”, pero de las trescientas mil microempresas que se constituyen cada año, doscientas mil cierran el mismo año de su creación. Es decir, el principal motor del llamado “milagro económico peruano” – el capital humano- camina con pies de barro.
¿Y qué está ocurriendo en el sector salud? Hace algunas semanas la Superintendencia Nacional de Salud (SUSALUD) reportó cifras de informalidad igualmente alarmantes para el sector. Se han detectado 60,000 establecimientos de salud (EESS) informales (el triple de los establecimientos formales), prácticamente el 100% de los consultorios fiscalizados son informales y más de 112,000 trabajadores del sector se encuentran en la informalidad laboral.
Desde un punto de vista práctico, existen tres escenarios de informalidad en el sector: i) cuando el establecimiento de salud no está inscrito en el Registro Nacional de Instituciones Prestadoras de Servicios de Salud-RENIPRESS (informalidad administrativa); ii) cuando la prestación del servicio es realizada por personas no autorizadas (informalidad prestacional); y iii) por la condición laboral del personal que trabaja en los EESS (informalidad laboral).
En relación con la informalidad administrativa, es necesario recordar que para el funcionamiento legal de un EESS se requiere de manera obligatoria: i) licencia municipal de funcionamiento; ii) estar inscrito en el RENIPRESS de SUSALUD, que le asigna al establecimiento un código único de identificación; y iii) categorizar el EESS, proceso que permite verificar su capacidad resolutiva, es decir, “lo que puede y lo que no puede hacer” en resguardo de la seguridad de los pacientes. En este punto, es interesante constatar que buena parte de estos establecimientos informales operan en las inmediaciones de los grandes hospitales públicos, lo que les permite “camuflarse” y sorprender a los pacientes con una “máscara” de formalidad administrativa.
Respecto a la prestación del servicio se ha verificado que muchos EESS son regentados o atendidos por personas que no son profesionales de la salud o siendo profesionales de la salud no cuentan con las certificaciones legales requeridas para proveer los servicios especializados que ofrecen en su cartera de atenciones. Finalmente, uno de los temas que no deja de sorprender es la gran informalidad laboral en el sector, particularmente en los EESS privados. La Población Económicamente Activa (PEA) del sector salud está compuesta por 367,000 trabajadores de los cuales un tercio son informales (más de 112,000 personas). Más sorprendente aún es constatar que el 75% de estos trabajadores informales laboran en establecimientos de salud formales y un tercio son médicos y odontólogos. En el sector privado formal se encuentra el 90% de los trabajadores de la salud informales. Sin embargo, el sector público no se salva de la precariedad laboral por cuanto el 17% de sus trabajadores están contratados indebidamente bajo la modalidad de locación de servicios, sin considerar además que un 27% de los recursos humanos en salud se encuentra bajo el régimen de contrato administrativo de servicios (CAS). Es decir, el estado es el primero en incumplir sus propias reglas.
Ahora bien, ¿por qué tenemos este nivel de informalidad en nuestro país? En general, la informalidad surge cuando los costos de estar dentro del marco legal son superiores a los beneficios que el estado ofrece de manera real a los ciudadanos. Es decir, existen dos componentes clave: costos y beneficios. Este enfoque es fundamental para poner la mirada en las causas más que en los síntomas. Habitualmente la informalidad predomina cuando: i) el marco legal es opresivo (barreras burocráticas, tributarias y laborales); ii) los servicios ofrecidos por el estado no existen, son inaccesibles o de baja calidad; y iii) cuando la presencia y control del estado es débil.
Estudios económicos realizados en nuestro país sugieren que la informalidad en el Perú es producto de la combinación de malos servicios públicos y un marco normativo que agobia a las empresas formales. Pero ¿cuáles son esos beneficios o incentivos que debería ofrecer la formalidad? En teoría, lo mínimo esperable es: i) protección policial frente al crimen y el abuso (seguridad ciudadana); ii) respaldo del sistema judicial para la resolución de conflictos y el cumplimiento de contratos (seguridad jurídica); iii) acceso a instituciones financieras formales para obtener crédito y diversificar riesgos; y iv) posibilidad de crecimiento de las empresas con expansión a otros mercados. A la luz de nuestra cruda realidad en seguridad ciudadana, seguridad jurídica y la propia informalidad laboral del estado peruano, cree usted estimado lector que ¿es posible dar la batalla a la informalidad con un estado sin mayor credibilidad? No es de extrañar entonces que en vez de incentivos para la formalización tengamos desaliento, desinterés y desánimo.
Finalmente, si la única estrategia para la formalización es el ejercicio de la potestad sancionadora de los entes encargados de hacer cumplir las reglas (SUSALUD puede multar hasta con 500 UIT y el cierre temporal o permanente del establecimiento), lo más probable es que ello genere desempleo, disminución de la oferta prestacional y un mayor incremento de las enormes brechas. Probablemente el foco de atención debería estar en flexibilizar el marco legal y en la optimización de los servicios públicos haciéndolos más accesibles, oportunos, eficaces y de calidad. Recordemos que el objeto central de toda política pública es y debe ser el ciudadano, quien determina el valor de la misma en función de cómo es capaz de resolver sus problemas y necesidades. Cuando no se aprecia este valor público se genera un costo social que pone en cuestión la legitimidad del gobierno y afecta la gobernabilidad. Es decir, necesitamos más estado para menos cosas. No el Leviatán omnipotente y omnipresente de Hobbes, sólo uno que se concentre en cumplir con su parte del contrato social.
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