Homero, el legendario aedo ciego, mensajero de la Grecia heroica del siglo VIII, legó a la posteridad un imponente poema épico: La Iliada. En aquel, el poeta canta, inspirado por las musas, las circunstancias que entretejieron el último año de la guerra que los pueblos griegos libraron contra la legendaria Troya –la amurallada ciudad de anchas calles, también llamada Ilión–, debido a la afrenta que infirió Paris a Menelao, rey de Esparta, al seducir a la esposa del monarca lacedemonio y huir con ella, luego de haber sido acogido en el palacio real. Después de poco más de nueve años de guerrear, las funestas consecuencias que acarrea la disputa entre Agamenón, «el Atrida, rey de hombres», y el «divino Aquiles», harían dudar de la victoria a los caudillos griegos. La cólera de Aquiles, «que causó infinitos males a los aqueos», da inicio, así, a los veinticuatro cantos que componen la magistral obra.
Ciertamente, Aquiles y Héctor son los personajes que descuellan en la historia de esta sangrienta guerra que duró diez años. Es Héctor –matador de hombres, intimidante epíteto que adorna su nombre– quien acoge con fraternal afecto a Helena, seducida por Paris, cuando arriba a la ciudad de Troya. Es Héctor quien toma el mando de los combatientes troyanos para hacer frente a los belicosos aqueos «de larga cabellera». Y es Héctor quien se convierte en su azote. Al lado de caudillos de reconocido valor y pericia en el combate como Polidamas, Agenor y Eneas –y ante la ausencia de Aquiles, «asolador de pueblos»–, el «matador de hombres», en un momento de la contienda, consigue incluso arrinconar al ejército griego y a punto está de incendiar sus naves. Pero el Hado ha determinado que la victoria le sea esquiva.
Procurando sumar esfuerzos para conjurar una derrota que parece ser inminente, Patroclo armado con la coraza y las armas de su amigo Aquiles, y con la aprobación del héroe, ocupa su lugar en la batalla. Héctor lo confunde con el semidiós hijo de Tetis, y con la ayuda del artero Apolo lo mata con el «agudo bronce». Al enterarse de que se trata del fiel escudero de Aquiles sabe que su fin es inminente. A partir de allí, Héctor solo vivirá para esperar el definitivo enfrentamiento con el mítico héroe.
Semidiós, hijo de la diosa Tetis, que lo tuvo de Peleo, Aquiles sabe bien cuál es su destino: morirá joven y lejos de su patria. Pero ello no lo abate: asume su destino con entereza. Guerrero de reconocida valentía y despiadado con el enemigo, el héroe de pies ligeros abandona la lucha poseído por la ira luego de que Agamenón lo despojara de Briseida, la doncella que Aquiles obtuviera como parte de su botín tras el saqueo perpetrado en Tebas, en donde también abatió al padre de Andrómaca, la esposa de Héctor, y a sus siete hermanos. Su retorno al campo de batalla se produce luego de la muerte de Patroclo, su escudero y amigo, asesinado por el más célebre caudillo de las huestes troyanas. La ira, una vez más, pero ahora acompañada de una profunda tristeza por la definitiva partida del compañero, lo encaminan nuevamente a la contienda en busca del gran Héctor y a segar sin contemplaciones la vida de decenas de troyanos. El río Janto –«el voraginoso Janto»– se convertirá, teñido de sangre, en morada postrera de muchos de ellos, asesinados en medio de la huida. Su venganza se concreta al encontrar a Héctor, a quien persigue sin descanso dando tres vueltas a los muros de la ciudad. Al fin, el héroe troyano, haciendo honor a su proverbial valentía, pero también embaucado por uno de los dioses favorables a Aquiles, enfrenta al hijo de Tetis. El desenlace es el esperado: Aquiles, más fuerte y mejor resguardado por la coraza y las armas que forjó especialmente para él Hefesto, mata al hijo predilecto de Príamo. El cadáver del héroe troyano es atado por los pies al carro del griego y arrastrado hasta los bajeles aqueos. Algunos días, al despuntar el alba, Aquiles, sin poder conciliar el sueño, asaltado por los recuerdos de su entrañable amigo muerto en la batalla, repite el ultraje: los despojos de Héctor son llevados por el suelo pero ahora alrededor de la tumba de Patroclo. El cadáver, sin embargo, protegido por una mágica esencia untada por Afrodita y por el escudo de oro de Apolo, había de permanecer indemne.
Príamo, ínclito rey de Troya y prolífico padre de cincuenta vástagos, de los cuales Héctor es el más querido, inspirado por los dioses cumplirá el sagrado deber de ofrecer las honras fúnebres a su hijo predilecto. Va hacia el campamento heleno a reclamar el cuerpo de su hijo, acompañado de un heraldo anciano como él y resguardado por Hermes. Aquiles, aplacada ya la ira por la intervención de su madre, condesciende en entregar el cadáver al rey troyano y otorgar a su ejército diez días de tregua para que la ciudad asediada celebre las exequias del héroe. La compasión, puesta en su ánimo por las palabras de Tetis, hacía desistir a Aquiles, así, de dar cumplimiento a la última promesa que hizo a Patroclo cuando descendió al Hades: arrojar el cuerpo de Héctor a los perros para que lo despedacen.
Paris, «el de más hermosa figura, mujeriego y seductor», como su hermano Héctor lo llama, se muestra en ocasiones remiso a la lucha, aunque no es precisamente cobarde. Sus desvaríos amorosos han arrastrado al pueblo troyano a la sangrienta lucha. Es la imagen del joven irreflexivo que no repara en la gravedad de las consecuencias que ocasionarán sus actos. Apolo es el que salvaguarda su vida y lo mantiene lejos del peligro. Y son las diosas, a excepción de Afrodita, las que, con encono por el mítico desplante de que fueron objeto, según cuenta una leyenda, le guardan rencor y buscan que su destino sea funesto.
Odiseo, diestro en urdir asechanzas, es uno de los más esforzados guerreros aqueos al lado de Agamenón, ilustre rey de Micenas; Menelao, hermano de este y rey de Esparta; Idomeneo, rey de Creta y caudillo de preclara estirpe, descendiente de Eucalión, el legendario argonauta. Con ellos comparten hazañas Diomedes, Ayax Telamonio, Ayax Oileo, Teucro y Néstor, que aunque anciano ya para luchar con brío en la arena de la batalla, es la encarnación de la sensatez y la sabiduría, virtudes merced a las cuales es enaltecido por cada uno de los aqueos, que le tributan incondicional respeto. Y son muchos más –la lista de muertes es extensa y la descripción que de ellas hace el poeta es de un detallismo muchas veces escabroso– los que buscando limpiar la honra de Menelao y vengar «la huida y los gemidos de Helena», caen violentamente abatidos en la contienda.
Los arrojados héroes troyanos no desmerecen el valor de sus contendientes. Al lado de Héctor, Eneas y Polidamas, destacan por su coraje Glauco, hijo de Hipóloco, y descendiente del mítico Sísifo y de Belerofonte; también brilla en la batalla Sarpedón, de divino abolengo, por ser hijo de Zeus y Laodamia, llegado de la lejana Licia para pelear al lado de las falanges troyanas y morir a manos de Patroclo.
Están también ahí, en medio de la batalla, interviniendo, según sus preferencias por tal o cual bando, los dioses olímpicos. Zeus, el hijo de Cronos, arbitrario y poderoso, mujeriego y sibarita, que pugna por favorecer a Troya, después de que Tetis le pidiera causar males a las huestes griegas por la afrenta infligida a Aquiles. Hera, que se muestra propicia a los guerreros aqueos, obsequiosa con Zeus si quiere engatusarlo, o firme y desafiante cuando debe enfrentarlo. Apolo y Artemisa, favorables a Troya, se muestran en abierta pugna con Atenea. También intervienen en los asuntos humanos para modificar momentáneamente el curso de los hechos Tetis, Afrodita, Iris, Poseidón, Hermes y Hefesto.
Héroes y dioses se confunden en la batalla y son presas por igual de la ira, el temor, el amor, el odio y la compasión. Pero tristemente reservada sólo para los hombres, la muerte es el hiato que separa a estos de los inmortales, soberanos del Olimpo y dueños del mar, del cielo y de la tierra, que sin embargo no pueden torcer los oscuros designios del Hado y de las Moiras.
Estos son, pues, algunos de los inmortales personajes de esta epopeya fundacional que después de veintiocho siglos nos permite revivir aún el ímpetu y la majestuosidad de aquella guerra legendaria.
*Este post es una colaboración de José Antonio Tejada Sandoval, docente de la Universidad Privada del Norte.
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