El aciago demiurgo, de E. M. Cioran

Una obra en la que el pensador rumano revela sin atenuantes la poca fe, acaso desprecio, que le inspira la especie humana y lo que le es inherente.

El aciago demiurgo, de E. M. Cioran

«Entre tus ruinas, me siento a cubierto», le diría Samuel Beckett, el célebre autor de Esperando a Godot, a Emil Cioran, a propósito de la lectura de Le mauvais démiurge (Liiceanu, 2014, p. 75). Obra publicada en 1969, su contenido colisionó con los dogmas que sustentan el respeto incondicional hacia la pureza de la divinidad y proclaman el valor irreprochable de la vida. Que ello fue así lo prueba la censura de que fue objeto el libro durante la dictadura de Francisco Franco, cuando años más tarde, en 1974, se intentó publicarlo en España. Consciente del carácter revulsivo de su contenido, Cioran le recomendaría el libro a su hermano Aurel, llamándolo, no sin cierto deje de ironía, «reconfortante».

El malvado demiurgo (título, por ejemplo, de la edición que el 2012 corrió a cargo de la editorial Terramar) es la traducción literal del original en francés, lengua en la que Cioran había de escribir todos sus libros a partir de 1947. Pero es otro –El aciago demiurgo–, título sugerido por Fernando Savater al verter la obra al castellano, el que ha ganado más difusión cuando se la cita. Por ello, en lo que sigue, así me referiré a ella.

El título indicaba, según Cioran, «un programa» (Liiceanu, loc. cit.). Con esto, quizá apuntaba a poner de relieve que el libro contenía una base de ideas sobre la cual se erigían las obsesiones que definían y expresaban su pensamiento. Su lectura evidencia tal carácter. El aciago demiurgo, a despecho de su breve extensión, agrupa seis incisivos textos que versan sobre aquellos temas a los que el escritor rumano –maestro de la blasfemia y del escepticismo más radical, nihilista consecuente hasta la náusea– hubo de retornar una y otra vez: Dios y la doctrina gnóstica, el cristianismo, la caducidad de la carne como cifra de la inanidad de la existencia, la obsesión del suicidio,  la ilusión del ser y el pertinaz apego a la vida de aquel a quien en este libro se llama «no liberado», la mística, el budismo y la ilusión del yo, entre otros latigazos dados al letargo del pensamiento enclavado disciplinadamente en el statu quo. Porque es así: la contundencia con que Cioran cavila es  –para decirlo con llaneza– brutal.

El aciago demiurgo, de E. M. Cioran

El texto inicial –que da título al libro– arremete contra la idea de un dios bondadoso. A esta concepción Cioran contrapone la tesis gnóstica según la cual este mundo es obra de un creador maligno. Es claro que Cioran no acogía un plano y simple ateísmo: la suya, más bien, era la postura de un jurado enemigo de la idea cristiana de divinidad; él se descubre como un feroz impugnador de la pureza atribuida a los designios celestiales. El nihilismo que a su pensamiento se asocia puede verse perfilado claramente en este punto de sus meditaciones. En un mundo nacido debido a una mayúscula equivocación, pesada broma que deambula en el silencio del universo, producto amorfo de la monstruosa necedad de un «demiurgo ignorante» (véase La rebelión de los ángeles de Anatole France), un capricho al acaso que comenzó mal y terminará peor, en un mundo que no es ni por asomo el fruto mejor del creador, el placer se revela como la carnada ofrecida al hombre para prolongar neciamente este descarriado peregrinaje hacia la nada. Pensando en la procreación y el placer del acto sexual   –y resuenan aquí los ecos de Schopenhauer–, mecanismos a través de los cuales una horrenda creación perpetúa su penoso drama cósmico, se lee en un pasaje: «La vida misma no entra en disputa, es misteriosa y [abrumada] de anhelo; lo que no [y aquí está hablando de la cópula], es el ejercicio en cuestión, de una inadmisible facilidad, vistas sus consecuencias. Cuando se sabe lo que el destino dispensa a cada cual, se queda uno pasmado ante la desproporción entre un momento de olvido [esto es, los instantes de placidez fugaz del arrebato carnal] y la suma prodigiosa de desgracias que resulta de ello [léase, la retahíla de desencuentros y catástrofes que marcan a fuego la historia humana]». (Cioran, 2012, p. 14).

«Los nuevos dioses»  –título del segundo conjunto de fragmentos–   está dedicado al presunto declive de la religión cristiana, y, en buena cuenta, es una diatriba contra ella. Cioran traza pinceladas sobre sus orígenes y la retrata como una doctrina enfermiza, definida por el signo del rencor y la infamia. Ofrece breves semblanzas de algunos padres de la iglesia –Tertuliano, jubiloso ante el espanto de que serán presa los condenados al infierno; San Gregorio Nazianceno, insidioso cuando se refiere a sus adversarios– y destaca el resentimiento (definitivamente, aquí Cioran ha hecho suya la mirada nietzscheana) que ha definido su prédica. Con respecto al cristianismo, quizá sea este uno de los pasajes más controversiales de Cioran, al lado, por supuesto, de aquellos que dieron su forma a Lágrimas y santos, libro que desató la indignación de algunos amigos y de su familia, y por el cual recibiría un amargo reproche de su madre: «No tienes idea de con cuánta pena leí tu libro. Cuando lo escribiste, tendrías que haber pensado en tu padre». (Liiceanu, 2014, p. 135). Su padre era, nada menos, el cura ortodoxo de Rǎşinari, ciudad natal de Cioran.

Al referirse a «Los nuevos dioses», Cioran alude a la necesidad de propiciar el renacimiento del politeísmo, una saludable manera de enfrentar el agobiante peso del culto a un solo Dios, un culto que él ve ya menguar. «Dios ha muerto», la chirriante frase de Nietzsche representa, dice, el ocaso del cristianismo. Acoger un culto diverso, que integre a todos los dioses que puedan ser adorados, sería dar un paso decisivo tras la caída de este crepúsculo: «Sería por parte de la Iglesia una realización suprema: perecería inclinándose ante sus víctimas… Hay signos que anuncian que siente la tentación [de hacerlo]». (Cioran, 2012, p. 32).

El aciago demiurgo, de E. M. Cioran

«Paleontología»  –texto concebido a partir de una anecdótica visita a un museo, buscando cobijo ante una repentina lluvia, que le da ocasión a Cioran de desenvolver un fúnebre discurso que recorre las estaciones del deterioro, la podredumbre y la extinción– está dedicado a rumiar pensamientos sobre la inexorable y escandalosa disgregación de la vida y su perecible emblema: la carne.

La reflexión sobre la «espantosa caducidad» de la carne, del cuerpo, ese agregado de sustancias y elementos que algún día capitulará ante la irrupción de la muerte    –definitiva vuelta a la nada, espectáculo final y disolvente de todo cuanto alguna vez respiró–, encuentra su terrible conclusión en este aserto paralizante: «(…) lo animado parece culpable respecto de lo inerte; la vida es un estado de culpabilidad, estado tanto más grave cuanto que nadie toma verdaderamente conciencia de ello». (Cioran, 2012; p. 38). Y parece ser así, en efecto: el hombre transita por la vida con la serenidad de un sonámbulo que caminara por el borde de una cornisa. Estamos situados en el centro mismo de un desastre esencial, formamos parte de un experimento descabellado que oscila entre la incertidumbre de su inexplicable origen y la inútil certeza de su final. Con todo, el hombre se aferra con afán desmedido a la existencia, de espaldas a las evidencias de su fracaso, remiso a reconocer su insignificancia, tanto más notoria cuanto mayor es la proporción y diversidad de azotes que la vida presenta: solo importa vivir; vivir porque sí.

Aquel pasaje estremecedor que divisé en un libro que era leído por un anónimo usuario del Metropolitano, que resultó ser el que ahora reseño, y me dio la ocasión de escribir un post sobre su autor, se encuentra en el cuarto conjunto de fragmentos al que Cioran intituló «Encuentros con el suicidio». Recordémoslo: «La obsesión del suicidio es propia de quien no puede ni vivir ni morir, y cuya atención nunca se aparta de esta doble imposibilidad». (Cioran, 2012, p. 52).  Este aserto, a la postre, describe al mismo Cioran. Él vivió siempre con esa idea, digamos, entre ceja y ceja. Y extrañamente, decía que la idea del suicidio lo había ayudado a lidiar con la existencia. Una vez se lo hizo saber a Gabriel Liiceanu, cuando tocaban el tema en la última entrevista que dio: «(…) la única forma segura de soportar la vida es la idea del suicidio. La idea de que quitarse la vida está al alcance de la mano, de que podemos suicidarnos cuando queramos, puede ser de gran ayuda. Al menos, a mí me ayudó (…). Uno cobra conciencia de que no es exactamente una víctima, que al final puede disponer de sí mismo, que es dueño de su vida» (Liiceanu, 2012, pp. 141; 142)

La fascinación que sintió Cioran por el budismo aparece aquí y allá en su obra. Y en El aciago demiurgo se expresa en «El no liberado»,  penúltimo de los textos reunidos allí. La búsqueda de la extinción –el Nirvana–, que Buda difunde como salida al dolor de la existencia, su exhortación final para trabajar por la salvación, esto es, bregar para alcanzar el desapego hasta extinguir el apetito de existir, ese febril deseo que encadena al hombre a la rueda de nacimientos y muertes, constituye un doctrina que Cioran rescata y asimila a su visión. Es el motivo que en esta parte de la obra dirige su meditación. La conciencia posee una condición paradójica: en su manifestación extrema se transforma en lucidez. Y es esa lucidez la que hace posible reparar en la vacuidad de la existencia, en su falta de fundamento y substancia. Pero es este mismo estado el que conduciría a aquel que ha alcanzado a captar el fondo de esta paródica ficción a despojarse de los últimos rescoldos de ser que se atrincheran en la que acaso sea la mayor y más patética ilusión: la ilusión del yo, es decir, la misma conciencia. El yo, en efecto, es el lastre que se lleva a cuestas y que a la postre sumerge al hombre en el mar de las cosas y los gestos cotidianos, de las expectativas y  los proyectos, en los dominios del subyugante deseo y el ansia desmedida de seguir viviendo. El camino para desprenderse de esta ilusión es el mismo que señalara Buda: la experiencia del vacío; de ella dice Cioran: «Incluso si la experiencia del vacío no fuese más que un engaño, merecería la pena ser intentada. Lo que se propone, lo que intenta, es reducir a nada la vida y la muerte, y esto con el único propósito de hacérnoslas soportables. Si a veces lo logra, ¿qué más podemos desear? Sin ella, no hay remedio para la invalidez del ser, ni esperanza de reintegrarse, aunque [solo] fuera por breves instantes, a la dulzura de antes del nacimiento, a la luz de la pura interioridad». (Cioran, 2012, p. 72).

El aciago demiurgo, de E. M. Cioran

De «Pensamientos estrangulados», aforismos de una concisión ejemplar, suerte de aguijonazos de estilete en la piel, que discurren con singular agudeza sobre temas diversos, destaco algunos de aquellos que me resultaron particularmente inquietantes, y ante los cuales me detuve en medio de su lectura para rumiarlos con morosa delectación. Aquí, uno que se refiere a un tema que involucra al hombre como tal porque constituye el límite último al cual la criatura humana se asomará en un plazo indefinido, pero ya pactado de antemano, para cruzarlo una sola vez, sin posibilidad alguna de retorno o redención: «La muerte es el aroma de la existencia. Solo ella presta gusto a los instantes, solo ella combate su insipidez. Le debemos casi todo. Esta deuda de agradecimiento que de tarde en tarde consentimos en pagarla es lo más reconfortante que hay en este mundo» (p. 85).

Aquí, otro en que Cioran vuelve al tema que dio título a una de sus más emblemáticas obras, Del inconveniente de haber nacido. Solo hay un mal mayor al de la muerte: es el nacimiento. Interrupción profanadora de la nada, de ese majestuoso no ser, augusta y secretamente añorada negación primordial, aquello que para Cioran es algo así como el verdadero paraíso perdido: «La mediocridad de mi pesar en los entierros. Imposible compadecer a los difuntos; inversamente, todo nacimiento me precipita en la consternación. Es incomprensible, es insensato que se pueda enseñar un bebé, que se exhiba ese desastre virtual y que se alegre uno de él». (pp. 86-87).

Veamos unos más, tan breves como sobrecogedores, y catálogo conciso de las obsesiones del escritor rumano. No tengo dudas: vale la pena extenderse en las citas: «Una interrogación rumiada indefinidamente te zapa tanto como un dolor sordo». (p. 73).  «Lo que corresponde a quien se ha rebelado demasiado es no tener ya energía más que para la decepción». (p. 74). «El sentimiento de la maldición lo conoce [solo] aquel que sabe que lo experimentaría en el mismo corazón del paraíso». (p. 75). «Nada podrá quitarme del espíritu que este mundo es el fruto de un dios tenebroso cuya sombra prolongo, y que me corresponde agotar las consecuencias de la maldición suspendida sobre él y su obra». (p. 76). «Vivir es una imposibilidad de la que no he dejado de tomar conciencia, día tras día, durante, digamos, cuarenta años…». (p. 80). «Incurable: adjetivo honorífico del que no debería beneficiarse más que una sola enfermedad, la más terrible de todas: el Deseo». (p. 81). «Es parloteo toda conversación con alguien que no ha sufrido». (p. 86). «Una vida plena no es, en el mejor de los casos, más que un equilibrio de inconvenientes». (p. 91). «Frívolo y disperso, aficionado a todo, no habré conocido a fondo más que el inconveniente de haber nacido». (p. 100).  Apotegmas escritos con violencia concentrada, asfixiados en el intento desesperado de proclamar la vacuidad de un universo atravesado por el misterio del ser y de la nada, del nacimiento y  de la muerte, del deseo y del dolor: son estos «Pensamientos estrangulados»   –denominación justa y precisa–  los que cierran la obra.

Y ahora, viene a cuento lo que podría tomarse como un epílogo.

Cioran fue un insolente profanador de ilusiones. Un francotirador apostado en los extramuros de lo políticamente correcto. Un creyente disciplinado del desengaño. Un reo de lucidez. Un escéptico extremo y peligroso. Miró y descubrió lo que verdaderamente, sin aderezos encubridores, tenemos en la punta de nuestros tenedores. Pues, sí, el rumano, sin ninguna duda, y para decirlo con William Burroughs, vio el almuerzo desnudo: «Estamos todos en el fondo de un infierno, cada instante del cual es un milagro». (Cioran, 2012, p. 101).

Rememorando su final, apenas puede uno sustraerse a la impresión de que la vida, como ya lo ha señalado con acierto Liiceanu (2012, pp. 87-91), le otorgó, a la vez, una recompensa y le infligió un castigo, con esa ironía que encontramos en los lugares más insospechados y en los designios más remotos de esta misteriosa existencia. Con sigilosa bondad lo fue secuestrando poco a poco del reino envenenado de la conciencia; Cioran fue yéndose quedamente y sin saberlo. En efecto, la conciencia es un azote: esta es una idea que Cioran acogió tenazmente. En un pasaje Del inconveniente de haber nacido, con ese sarcasmo suyo, que suele golpear con rudeza la faz de los incondicionales adoradores de la vida, lanza sus embates contra los predios de la conciencia; la anulación del yo, según esto, Cioran la concibe como una victoria: «Vale más ser animal que hombre, insecto que animal, planta que insecto, y así sucesivamente. ¿La salvación? Es todo lo que disminuye el reino de la conciencia y compromete su supremacía».

Olvidarse de que uno existe; no reparar en que se le está yendo la vida de las manos: eso fue, en buena cuenta, lo que le pasó. El mal de Alzheimer que lo asaltó pasados los ochenta años lo mató de ese modo. Es como si el destino hubiese colmado sus expectativas –al tiempo que le arrebataba aquella poderosa lucidez con que enfrentó este mundo– por haber sido capaz de aproximarse a lo que  acaso –quién lo supiera– sean los vericuetos del laberinto en que nos ha tocado deambular. Un avieso laberinto de senderos transitables a duras penas que, sin embargo, puede ser entrevisto quizá por cualquiera –apenas hace falta recordar la desengañada sabiduría que Cioran descubre en beodos, mendigos y prostitutas–  a condición –ardua tarea, ciertamente– de que se esté dispuesto a mirar sin aspavientos encubridores, sin mezquino disimulo, hacia la oscuridad del abismo que allá abajo hace aún más aterrador este itinerario sin rumbo ni destino.

En El aciago demiurgo aparece también aquel ánimo que aspira al vacío como el punto de llegada en el camino de regreso a través del cual se desandaría el trecho que culminó en el grotesco error de la existencia. Al lado de otros del mismo tenor, hallamos un pasaje en que su autor pregona las virtudes de ese estado de ausencia plena, de mudez esencial, de añorada disolución redentora, aquella «luz de la pura anterioridad» (Cioran, 2012, p. 72) a la que, años después, en un giro inaudito, la enfermedad lo había de aproximar lentamente, pero –¡qué amargura!– sin otorgarle la oportunidad de que asomara en él sospecha alguna sobre su destino: «La inconsciencia (…) es nutritiva, fortifica, nos hace participar en nuestros comienzos, en nuestra integridad primitiva, y nos vuelve a sumergir en el caos bienhechor anterior a la herida de la individuación» (Cioran, 2012, p. 65). Una herida que la escritura de Cioran, como un escalpelo hurgando en la podre, mantuvo siempre expuesta.

*Este post es una colaboración de José Antonio Tejada Sandoval, docente del Departamento de Estudios Generales de la Universidad Privada del Norte.

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Referencias

Burroughs, W. (1980). El almuerzo desnudo. Barcelona: Bruguera.

Cioran, E. M. (2017). Lágrimas y santos. Madrid: Hermida Editores.

Cioran, E. M. (2012). El malvado demiurgo. La Plata: Terramar Ediciones.

Cioran, E. M. (1981). Del inconveniente de haber nacido. Madrid: Taurus.

France, A. (1923). La rebelión de los ángeles. Madrid: Sociedad General Española de Librería, Diarios, Revistas y Publicaciones, Ferraz.

Liiceanu, G. (2014). E. M. Cioran. Itinerarios de una vida. El apocalipsis según Cioran (última entrevista filmada). Barcelona: Ediciones del Subsuelo.

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