Cinco fragmentos sobre la muerte

«Seres de un día» llaman los dioses a los hombres en la Ilíada. Expresión precisa, punzante, descorazonadora, que da cuenta del destino trágico que define la condición humana: un peregrinaje transitorio que culminará ineluctablemente en la muerte. Decía Ernesto Sabato en El escritor y sus fantasmas que cuando el hombre está aprendiendo el oficio de vivir ya es hora de morir. La muerte es, bien miradas las cosas, la única certeza con la que cuenta aquella desvalida caña pensante que somos, para decirlo con Pascal. Resignadamente o no; con sufrimiento o repentinamente; eligiendo el fin voluntariamente o viendo cómo el azar le arrebata la vida, el hombre ha de enfrentarse a ese evento que, en puridad, no es ningún evento.

El hombre ha reflexionado sobre su mundo y sobre sí mismo, intentando capturar el sentido último de la existencia; así nació la filosofía. Ha buscado con febril afán comprender los mecanismos profundos que regulan la marcha de los fenómenos en su hogar  –esta minúscula mota de polvo que gira obsequiosamente en un silencioso universo– y también más allá de sus confines, y entonces creó la ciencia. Ha transformado su entorno, convirtiéndolo en una extensión de su cuerpo y construyendo un mundo a su medida, a través de la tecnología; ha buscado en los dioses la redención de un mundo imperfecto, doloroso, en el que no puede permanecer para siempre. Y en ese esforzado trance,  viendo en ella el tránsito a la liberación o un odioso obstáculo a sus infructuosas ansias de eternidad, también ha pensado en la muerte.

Dejemos que el hombre hable. Escuchemos a cinco exponentes de la cultura de épocas distintas referirse en diversos registros a la muerte. Acaso a través de sus palabras consigamos aproximarnos un tanto al quizá secreto sentido que encierra el extraño destino del hombre.

I

«En su resistencia a la muerte, el hombre ha adquirido a menudo la máxima aserción de la vida: como un niño a la orilla del mar, que trabaja desesperadamente para construir los muros de su castillo de arena antes de que la próxima ola rompa sobre él, el hombre, a menudo, ha hecho de la muerte el centro de sus más caros esfuerzos, labrando templos en la roca, levantando altas pirámides en el desierto, (…) traduciendo la belleza humana en la piedra eterna, la experiencia humana en palabras impresas, y el tiempo mismo detenido en el arte, en un simulacro de eternidad.

La muerte acaece a todas las cosas vivientes; pero sólo el hombre ha podido extraer de la amenaza constante de la muerte la voluntad de perdurar, y del deseo de continuidad e inmortalidad en todas sus formas concebibles ha obtenido un tipo de vida más significativo, en la que el Hombre redime la pequeñez de los hombres individualmente».

Lewis Munford, La condición del hombre.

II

«Con excepción del hombre, ningún ser se asombra de su propia existencia, sino que para todos esta se entiende por sí misma, hasta tal punto que ni la notan. En la tranquila mirada de los animales habla todavía la sabiduría de la naturaleza; porque en ellos la voluntad y el intelecto no se han separado aún lo suficiente como para que al encontrarse juntos puedan asombrase uno de otro. Así, todo el fenómeno pende aquí firmemente del tronco de la naturaleza del que ha brotado y es partícipe de la inconsciente omnisapiencia de la gran Madre. (…) Solo después la esencia íntima de la naturaleza (la voluntad de vivir en su objetivación) ha ascendido vigorosa y alegremente a través de los dos reinos de los seres inconscientes y luego por la larga y amplia serie de los animales, llegando finalmente con la aparición de la razón, en el hombre, a la reflexión: entonces se asombra de sus propias obras y se pregunta qué es ella misma. Mas su asombro es tanto más grave por cuanto que aquí, por vez primera, se enfrenta conscientemente a la muerte y, junto a la finitud de toda existencia, le acosa también la vanidad de todo esfuerzo. Con esta reflexión y este asombro nace la necesidad de una metafísica, propia solo del hombre: por eso es un animal metaphysicum».

Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación.

III

«[En] la mente dividida del hombre (…) la credulidad y la incredulidad coexisten agónicamente. Por una parte, el disgusto de la muerte, un hecho frío y concreto; por la otra, no sólo el júbilo eterno (o el eterno tormento), sino versiones harto más sofisticadas de la vida después de la muerte, que presentan problemas inaccesibles a nuestra mente, pues escapan a la capacidad razonadora de nuestra especie (aunque no, quizás, a la de otras especies en millones de planetas más antiguos). En la jerga de las computadoras, diríamos que no estamos programados para esa tarea. Ante una tarea para la cual no está programada, la computadora o bien se llama a silencio o bien enloquece. La segunda posibilidad parece haberse repetido con desalentadora recurrencia en las civilizaciones más diversas. Ante la intolerable paradoja de una conciencia que emerge de la nada para volver a la nada, sus mentes enloquecieron y saturaron la atmósfera con los fantasmas de los muertos y otras presencias invisibles que, en el mejor de los casos, eran inescrutables, pero por lo general maléficas, por lo cual había que aplacarlas mediante rituales grotescos que no excluían el sacrificio humano y el asesinato de herejes. La antropología, la historia antigua y la historia moderna nos brindan abundantes pruebas del rasgo paranoide que es endémico en nuestra especie, quizá debido a un error evolutivo en la constitución de su sistema nervioso».

Arthur Koestler, “Física, filosofía y misticismo”, en La vida después de la muerte.

IV

«Aquel cuyo espíritu ambicioso suspire sólo por la gloria creyéndola el bien supremo, que mire a las inmensas regiones del firmamento y al reducido círculo de la morada terráquea: no podrá menos de sentirse confuso y avergonzado de llevar un nombre incapaz de llenar un ámbito tan estrecho. ¿Por qué, pues, el hombre orgulloso se esfuerza en vano por libertar su cuello del yugo de la muerte?

Podrá extenderse su fama a países remotos y, desatando las lenguas, difundirse a todo lugar; podrá su casa brillar con títulos ilustres: la muerte desprecia la gloria altanera y derribando lo mismo al humilde que al encumbrado, iguala a los más bajos con los más altos».

Boecio, La consolación de la filosofía.

V

«¡De cuantas maravillas / pueblan el mundo, la mayor, el hombre! / Él en alas del noto entre la bruma / cruza la blanca mar, sin que le asombre / la hinchada ola de rugiente espuma. / Y a la Tierra también, la anciana diosa, / incansable, inmortal, ha domeñado con sus ágiles mulas, / yunta airosa, que año tras año le hincan el arado.

Él a las aves, cabecitas hueras, / a los monstruos del ponto y a las fieras, / ingenioso y sagaz, las redes tiende, / y nada de sus mallas se defiende. / Para rendir al animal que ronda / libre los campos, con primor se amaña, / y bajo el yugo domador sujeta / al resistente toro de montaña, / al potro hirsuto de cerviz inquieta.

El lenguaje adquirió, y el pensamiento / que corre más que el viento, / y el temple vario en que el vivir estriba / del hombre en la ciudad. Con hábil treta / los flechazos del hielo astuto esquiva / y el chubasco importuno / que no dejan parar a cielo raso. / Su avance no detiene azar alguno, / y no hay dolencia que le salga al paso / que a soslayar no acierte. / De solo un mal no escapa: de la muerte».

Sófocles, Antígona.

Fuente de foto: www.biografiasyvidas.com

* Este post es una colaboración de José Antonio Tejada Sandoval, docente de la Universidad Privada del Norte.

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