Hace algunos años apareció en el panorama de la televisión peruana un estilo singular de llevar entretenimiento. Se trataba de una modalidad televisiva cuyos contenidos se nutrían de la ridiculización de los invitados, la celebración de los clandestinos encuentros amorosos y de las infidelidades de alguna figura conocida, y la atención preferente que otorgaba a los escándalos de toda laya, sin que se pudiera encontrar en sus conductores la más mínima voluntad de incorporar contenidos que pudieran juzgarse edificantes en alguna medida.
Andando el tiempo, hicieron furor los programas juveniles centrados en la competición, que mantenían los mismos patrones basados en la maledicencia, el escarnio, la deshonestidad y la perfidia, antivalores que a raudales se mostraban como notas definitorias de las conductas de sus concursantes. Televisión basura fue el nombre que se le dio a este grotesco estilo de generar entretenimiento.
Mucho se ha hablado de la televisión basura. Que alberga programas que no contribuyen a la edificación moral de la juventud y que, por el contrario, fomenta el arraigo de conductas dañinas en los niños, púberes y adolescentes que siguen las vacías peripecias de los concursantes; que da cabida a personajes que basan el éxito de sus programas en la exhibición de situaciones en que la traición, la mala fe, la envidia, la hipocresía y demás actitudes deplorables son convertidas en foco de atención y principal atracción del espectáculo; en fin, que deforma y embrutece, y empobrece aún más el frágil vínculo comunicativo que define las relaciones en las miles de familias disfuncionales en cuyo seno se irán (de) formando aquellos niños que quizá mañana se transformen en casos de conductas antisociales. Se la ha criticado muchísimo y se la visto como un problema que debe ser enfrentado frontalmente. De hecho, en algún momento se organizó una marcha de protesta exigiendo tomar medidas efectivas que frenen la difusión de estos programas.
Creo que no es falso lo que se dice con respecto a la televisión basura, y que en apretadas líneas acabo de reseñar. Pero, a un tiempo, creo que la postura desde la cual se la condena –considerándola algo así como un aislado «foco de infección»– es generada a partir de una mirada que presenta una miopía evidente: se toma el efecto por la causa. La televisión basura no es un vector de transmisión de podredumbre moral; es, más bien, el síntoma de una sociedad en que la anomia y la ausencia de una preocupación ciudadana por respetar un orden de convivencia racional han sido generadas por las raquíticas políticas culturales y el descuido supino e inveterado de la educación. La podredumbre moral tiene su origen allí. En nuestro país, las reformas educativas nunca han llegado a buen puerto y han sido desarticuladas antes de haber podido dar frutos. En el Perú, por lo general, la cultura humanista, aquella que pone en primer lugar el enriquecimiento espiritual de la persona, ha sido objeto de escasísima atención; casi siempre, ha sido impunemente soslayada.
El valor atribuido a un producto cultural es relativo: depende de la perspectiva asumida. Un joven informado, acostumbrado a relacionarse con ideas, autores y obras que poseen relieve espiritual y profundidad humana, difícilmente encontrará solaz en programas esperpénticos como los que conforman el espectro de la llamada televisión basura. Una comunidad que fomente con ahínco el cultivo del espíritu y que ofrezca una amplia esfera de productos culturales responsable y sabiamente elaborados no tendrá a una masa aturdida esperando ver un programa en que el valor de lo humano es degradado arteramente. Un programa del tipo que ofrece la televisión basura, en un contexto quizá lejano –que no utópico– como el que acabo de presentar, no tendría un índice significativo de audiencia. Y como bien sabemos, programas con bajos niveles de audiencia son inmediatamente cancelados, pues los anunciantes en primera y última instancia lo único que persiguen es que sus productos se exhiban ante la mayor cantidad de televidentes.
¿Qué podemos esperar de la televisión de un país que ha sido dirigido por gobernantes que probadamente han cometido delitos o cuyas acciones arrojan indicios de que han estado involucrados en actos de corrupción? ¿Y qué de un país que acoge en su congreso a personajes de perfil casi delincuencial que están ahí porque han sido elegidos acaso por buena parte de aquellos que se instalan disciplinadamente frente al televisor al mediodía, a media tarde o por la noche a mirar aquellos programas que ensalzan antivalores y promueven la deslealtad y el culto exacerbado y exclusivo de la belleza corporal, y convierten en motivo de algazara la torpeza intelectual y aun la estupidez?
Es evidente: tenemos la televisión que nos merecemos. Ello, por supuesto, no implica cruzarse de brazos y con aire resignado simplemente constatar este estado de cosas. Pero sospecho que el cuestionamiento de este tipo de programas, de este estilo de hacer televisión, que se ceba en la complacencia enfermiza de aquellos que siguen con afectada consternación las tragedias domésticas que sufren sus héroes con pies de barro, se revela improductivo y falaz en la medida en que dirige la mirada al síntoma y no a la raíz de la enfermedad.
¿Qué hacer? Infortunadamente, pienso que no hay salidas ni soluciones a corto plazo. Impulsar transformaciones en el plano cultural, que contemplen, por ejemplo, la promoción y cultivo del teatro y la literatura, que difundan y afiancen eventos relacionados con la actividad de museos, conservatorios, filmotecas y cineclubes; poner en marcha planes serios de transformación real de los procesos educativos y de mejora del nivel de preparación de los docentes a escala nacional y a largo plazo; todo ello, supone concebir proyectos que sólo se materializarán únicamente si los gobernantes que elijamos asumen un férreo y sincero compromiso con la idea de que llegar a encabezar un gobierno no es un medio para enriquecerse o satisfacer afanes egocéntricos, sino una oportunidad para poner los mejores esfuerzos al noble servicio del país.
En definitiva, pensar en cancelar programas a través de leyes y decretos no es una salida: el autoritarismo y la falta de vocación democrática pueden hacer eso, pero, así, sólo estarían atacando el síntoma, no la enfermedad. El Perú está enfermo desde hace buen tiempo. Cuando Zavalita, paseando su descontento personal por la avenida La Colmena, a fines de los sesenta, experimenta la desazón de quien observa el caos de un país que no sabe adónde va, y se pregunta, «¿Cuándo se había jodido el Perú?», formula un interrogante que lamentablemente hasta ahora no podemos responder con acierto. La televisión basura es una fiebre, un acceso purulento más (González Prada dixit), que se manifiesta en ese organismo enfermo, y que parece anunciar que la dolencia sigue ya un curso crónico. Sin duda, de nosotros también depende emprender una transformación de este estado de cosas. A la espera de que desde el estado alguna vez se emprendan políticas culturales creativas, cuidadosamente diseñadas y realmente transformadoras, el papel de aquellos que estamos convencidos de que la televisión que patrocina la práctica de antivalores es un síntoma de un cuadro patológico mayor de crisis social, consistirá en contribuir desde el modesto lugar en que nos situemos a afianzar permanentemente entre las nuevas generaciones el ánimo crítico tanto como potenciar su capacidad reflexiva, pues a través del empleo de estos instrumentos el espacio que se deje para el surgimiento de productos y manifestaciones culturales distorsionados y distorsionadores será cada vez menor.
La tarea requiere esfuerzos ímprobos, sin duda. Nosotros, como docentes, tenemos en nuestras manos parte no desdeñable de aquella labor. Pensemos a largo plazo. Eduquemos, y eduquemos de verdad. Esperemos, entretanto –el vicio de la esperanza es definitorio de la especie–, que nuestros gobernantes de una vez por todas le otorguen a la educación la importancia que merece.
*Este post es una colaboración de José Antonio Tejada Sandoval, docente de la Universidad Privada del Norte.
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