Una reflexión sobre el arduo y azaroso ideal de reconocernos como semejantes a propósito de la triste situación por la que atraviesa Chile.
Chile, 1970: Salvador Allende es elegido presidente. Luego de tres años de accidentada gestión, los enfrentamientos entre los contendores políticos –los partidos nacionalistas, con eje en la Democracia Cristiana, y los sectores cercanos al gobierno representados por la Unidad Popular– han generado la polarización de la sociedad chilena y el debilitamiento del poder estatal. Los conflictos sociales desatados por esta pugna no tardan en transformar el país en un escenario violento que habrá de desembocar en el sangriento golpe de estado que terminaría con el Palacio de la Moneda bombardeado y Allende muerto.
1973, el último año de aquel gobierno, es el contexto en que se despliega la historia de Machuca (2004), filme del cineasta chileno Andrés Wood. Nominada a mejor película iberoamericana en los Premios Ariel, galardonada como mejor película en el Festival Internacional de Cine de Valdivia, y distinguida como la película más popular en el Festival Internacional de Cine de Vancouver, Machuca obtuvo, además, el primer premio en el Festival de Cine Latinoamericano de Lima y el Premio del Público a la mejor película en el Festival de Cine de Filadelfia, entre otros importantes reconocimientos. Wood es autor también de La buena vida, Goya a mejor filme extranjero de habla hispana, el 2008, y de Violeta se fue a los cielos, ganadora, el 2012, del Premio del Jurado a mejor filme internacional en el Festival de Sundance. Y este año, se acaba de estrenar Araña, un drama que tiene también como fondo el accidentado panorama político chileno de los años setenta.
El cuadro social en que se inscribe Machuca se hace presente a poco del inicio de la historia. La familia Infante vive en una zona residencial, en una casa amplia y con el típico decorado de clase alta. La placa del colegio a que asiste Gonzalo, el hijo menor de la familia, nos sitúa en los exclusivos linderos de un centro educativo en que el inglés tiene marcada presencia. También asoma un aspecto propio del clima de caos social en que el país se debate: la especulación de productos y el amañado acceso a ellos por parte de familias como la del pequeño Gonzalo, aspecto este que nos habla de los privilegios que el dinero –especialmente en un momento como ese– puede deparar a los sectores acomodados.
La tensión y el conflicto no tardan en aparecer. El espacio es el colegio de Gonzalo: se trata de la iniciativa que se propone llevar adelante el padre McEnroe, un cura norteamericano que desea ver el sueño de la igualdad social hecho realidad en el colegio que dirige. El medio para ello será incorporar a algunos pocos niños pobres a ese exclusivo circuito escolar, lugar inhóspito donde los estudiantes adinerados no tardarán en hacerles saber que la inclusión es una tarea que va más allá del simple voluntarismo de un cura bueno.
Uno de aquellos niños es Pedro Machuca. Ya desde el primer día deberá afrontar con rudeza el embate de un espacio hostil: gritar su nombre por tercera vez ante la insistencia del padre McEnroe, que lo insta a levantar la voz al no escucharlo bien, será, ante la risotada de sus novísimos condiscípulos, el preludio de su esfuerzo por afirmar su presencia allí. Pedro, como todo muchacho que habita la zona marginal de la pobreza, conoce de cerca la privación y el sufrimiento de una vida desenvuelta más allá del perímetro de la capital, habitando las chabolas que la miseria ha dispuesto en los márgenes oprobiosos del progreso.
Gonzalo, el niño de familia acomodada, aun siendo parte de aquel sector de escolares privilegiados, conoce también la crueldad y el escarnio. Aunque solo hay atisbos, él debe sobrellevar el abuso a que es sometido por el compañero que lo obliga a soplarle las respuestas correctas en un examen, para, más tarde, acompañado de sus secuaces, atormentarlo arrebatándole el refrigerio en el recreo.
Si bien hay un abismo entre las cuitas de Gonzalo (sometido en el espacio escolar y contrariado por la sospecha de que su madre tiene un amante) y las que afronta Pedro (rodeado de estrecheces y con un padre alcoholizado) es la hermandad del sufrimiento lo que los aproxima. La intempestiva tanto como furiosa solidaridad que aflora en Gonzalo, en un recreo escolar, al negarse con violencia a golpear a Pedro cuando la horda de abusivos que lo tiene cautivo así se lo manda, nace soliviantada, precisamente, por aquella sensibilidad desarrollada frente al abuso. Rebelarse contra los códigos de aquellos pequeños verdugos supone ponerse del lado del condiscípulo oprimido. El mensaje, claro está, es pesimista: el contacto, la cercanía social, la fraternidad, entre los extremos de la escala social, no se establece por convicción o mandato, sino por una azarosa confluencia de circunstancias. El recinto escolar es el espacio en el cual, a escala microsocial, se reproduce el conflicto que en el plano social sitúa, lado a lado, a los sectores populares y al ala progresista del país (en el colegio, la naciente alianza entre Gonzalo y Pedro) frente a la escalada conservadora que busca defenestrar a Allende (en el espacio escolar, su réplica serán los pequeños hijos de la aristocracia que rechazan al «otro» con furioso elitismo).
Y, así, nace la amistad. Aquella integración que no puede lograrse en el salón, en el colegio, se logra afuera, en la calle, entre estos dos incipientes amigos. Lo frágil de esta relación solo se hará evidente después, como contraparte de los sucesos que se desencadenarán en el plano social y político. Entrar mutuamente en el mundo del compañero significará acceder a espacios que, de no ser por esta singular hermandad, quizá ellos no habrían conocido nunca. Tan dispares y lejanos son los lugares que ocupan, aun cuando sus hogares se encuentran en la misma ciudad.
Gonzalo conoce, de golpe, al acompañar a Pedro, en el camión de su tío, las calles agitadas por las marchas de protesta política, ajetreos que no entiende, pero que disfruta: saltar en contra de los «momios» –las gentes que gozan del privilegio de una posición encumbrada en la escala social–, gritando con el gratuito entusiasmo de la infancia consignas contra aquellos entre los cuales se cuenta él mismo, mientras ayuda en la venta de banderines de propaganda política, desnuda jocosamente su pueril ignorancia.
Su presencia no es tolerada por Silvana, amiga de Pedro, quien lo hostiliza espetándole a cada momento apelativos que enfatizan acremente su condición de adinerado advenedizo: Gonzalo a manos de Silvana es sometido a una discriminación al revés. Pero a fuerza de verse con frecuencia, también entre ellos surge la amistad. Gonzalo es admitido en aquel enclave de la miseria. Una vez en casa de Pedro, conoce la mesa familiar servida con insultante austeridad, el silo insoportablemente sucio, el apremio con que una modesta madre lidia con los llantos de un niño pequeño en medio de la orfandad material de su miserable hogar, pero también experimenta el afecto y la camaradería, incluso las mieles (y esto es literal) de los primeros escarceos de la piel a través de los besos que ambos camaradas prodigan a Silvana en los mismísimos labios. Se podría creer que la simbiosis se ha dado totalmente; que las fronteras sociales y raciales han sido allanadas del todo; incluso que el cambio de mentalidad, de estructuras, es posible. Que los hombres algún día podrán ser hermanos. Lástima: ya antes, al ver a Pedro y Gonzalo compartiendo la lectura de El llanero solitario, hemos escuchado a la chiquilla preguntar con sorna, refiriéndose al cómic: «¿cuándo se ha visto que un blanco sea amigo de un indio?». La pregunta prefigura el escenario que se aproxima: esta convivencia es solo una tregua; la fraternidad es solo un simulacro.
Los conflictos menudean, en casa o afuera; en las discusiones maritales, o enfrentando a los bandos políticos; las distancias se transparentan en el desprecio y la burla con que el enamorado de la hermana de Gonzalo, un bárbaro fascista, violento y cobarde, trata a Pedro, o en las rencillas que siguen brotando, venenosas, en el colegio, y que dejan contusos cuerpos y espíritus.
Después de una breve primavera en que la discriminación ha cedido y la tolerancia y el afecto sincero parecen haberse instalado, la crisis no tarda en desatarse en el grupo, reinstaurando los lugares que la pirámide social establece. La ruptura entre los amigos se da cuando aflora el sentimiento de discriminación en Gonzalo: cuando, a voz en cuello, les grita a sus amigos «rotos de mierda», al ver que se llevan su bicicleta. Una broma en que acaso se refleja el resentimiento, disimulado durante esta inocente parodia de igualdad, frente a la condición social de aquel que es considerado un ser privilegiado y lejano, tiene como respuesta el insulto despectivo e hiriente lanzado por quien considera, en el fondo del asunto, que los humildes no son iguales a él. En ambos lados aflora la hostilidad. La tensión sólo había sido atenuada, aparentemente superada. La pregunta insidiosa resuena: «¿cuándo se ha visto que un blanco sea amigo de un indio?».
Allá afuera, la barbarie desatada por el golpe de estado corre paralela al descalabro del experimento social puesto en marcha por el padre McEnroe. La escuela, reflejo a escala de la sociedad, ve, al igual que esta, desfondado su temporal y artificial suelo igualitario. La quizá torpe gestión del cura norteamericano, que no ha sabido mantener sanos los cerdos donados por un padre de familia para la granja escolar, y la censura implacable que buena parte de los padres dirige contra él por haber tratado de crear un ambiente de integración en las aulas, es la contraparte de la ruina de un régimen que no ha podido dirigir al país por la senda del éxito económico. Una vez que el golpe militar se produce, las distancias sociales vuelven a imponerse de manera desembozada. Los resortes de aquel esperanzador encuentro circunstancial entre niños de mundos distantes, como si de un mecanismo inservible se tratara, saltan y se hacen añicos. La amistad, lo mismo que aquel gobierno que intentó transitar vías alternas de desarrollo, y la noble iniciativa emprendida por el director del colegio Saint-Patrick, ven violentamente descosidas sus frágiles costuras. La ilusión ha muerto.
La brutal represión se desata cuando la intervención militar irrumpe en el villorrio donde vive Machuca. En medio de una escaramuza, un soldado mata a Silvana, y Gonzalo, que se encuentra merodeando con su bicicleta, confundido en el vórtice de un desbarajuste social que no entiende, ve con estupor caer a su amiga. «Mírame», le dice al soldado, aterrado, cuando, confundiéndolo con un niño más de aquella comarca miserable, lo insta a que se una al grupo que está siendo arrestado. El color de su piel y de sus cabellos, el atuendo, atildado para la zona, y sus zapatillas Adidas, le indican al esbirro que Gonzalo no pertenece a ese lugar, que es verdad que, como se esforzaba en decirle, vive al otro lado del río. O lo que es lo mismo: que él pertenece a otro mundo, absolutamente distinto y lejano.
La ciudad, el país, retornan a la normalidad. Porque, sí, lo normal bajo la tiranía de una dictadura es aquella oprobiosa condición en que cada cual ocupa su lugar, sin preguntas, y, más aún, sin respuestas, cuando aquellas son formuladas. Los militares asumen el control del colegio. Los niños que fueron incorporados como parte de un programa de convivencia igualitaria deberán pagar si quieren seguir estudiando. La maestra es reemplazada, por si acaso. Los hijos de aquellos padres de familia que apoyaron aquella iniciativa que buscaba sembrar las semillas de la inclusión, la solidaridad y la tolerancia son puestos de lado. El director del colegio, el utopista Father McEnroe, es destituido. El corte de pelo y el trato marcial se imponen. Los militares han llegado a imponer su orden.
«(…) [A] mí me interesa como espectador ir al cine a pensar» (Estévez, 2017, p. 90), alguna vez declaró Wood en una entrevista. Y Machuca es un filme que claramente conduce a ello. La historia de este niño y de aquel iluso proyecto nos lleva a reflexionar acerca de la viabilidad de un cambio radical en busca de justicia e igualdad. En Chile, el proceso fue un fracaso estrepitoso. Si miramos la historia, el socialismo es ya el recuerdo de proyectos que puestos en marcha con intenciones redentoras terminaron mal, muy mal. Y, ahora, la oleada de conservadurismo que se viene dando en América Latina, abre la posibilidad de restituir pasadas líneas de acción política impuestas por regímenes dictatoriales, pero hoy consagradas por el voto popular. Es inevitable ser asaltado por un acceso de pesimismo.
Y mientras tanto, los millones de niños que crecen en medio de familias excluidas del progreso y el desarrollo siguen expuestos a un indigno destino, privados de una verdadera y justa posibilidad de elección, como aquel que, en una escena de esta buena película, el padre alcoholizado avizora para su hijo, con un rencor tan comprensible como irremediablemente lesivo, cuando, frente al futuro exitoso que asocia a la vida de Gonzalo, acorrala a Pedro con el vaticinio de un trabajo miserable que habrá de desempeñar toda su vida, limpiando baños para siempre. Terrible, denigrante, absurdo. Una especie de condena griega para un pequeño Sísifo del Tercer Mundo.
*Este post es una colaboración de José Antonio Tejada Sandoval, docente del Departamento de Estudios Generales de la Universidad Privada del Norte.
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Referencias:
Estévez, A. (editora) (2017). ¿Por qué filmamos lo que filmamos? Diálogos en torno al cine chileno (2006-2016). Santiago de Chile: La Pollera Ediciones.
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