Galileo y el aciago amanecer de la ciencia moderna

Galileo y el aciago amanecer de la ciencia moderna

Cuando recibió la citación que lo instaba a dirigirse a Roma para enfrentar el juicio a que decidió someterlo la Inquisición, es probable que Galileo haya tenido un presentimiento funesto. Algunos años antes, un tribunal eclesiástico de la Iglesia Católica había condenado a Giordano Bruno a morir en la hoguera por haber sostenido que el universo era infinito, y, por tanto, descentrado, e infinitos los sistemas solares como el nuestro que lo poblaban, yendo, así, contra la concepción forjada por Aristóteles y que, consagrada por la autoridad religiosa como verdad incontrovertible, situaba a la Tierra en el único centro de un universo finito.

Diálogos sobre los dos sistemas máximos del mundo, el libro que Galileo publicó en 1632, contenía un alegato a favor de la teoría copernicana. Tres eran los personajes que allí disputaban: Salviati, claramente, el alter ego de Galileo, defensor esclarecido de la concepción heliocéntrica; Sagredo, personaje espabilado que sirve a los propósitos expositivos de Salviati, atento a la lógica impecable bajo la cual se busca demostrar la coherencia y exactitud de la tesis copernicana; y Simplicio, torpe defensor del geocentrismo aristotélico, y figura que recordaba algunas de las ideas que en apoyo de esta teoría el Papa Urbano VIII había formulado en alguna ocasión. Se conjetura que el máximo jerarca de la Iglesia Católica, profundamente indignado por lo que parecía ser una mofa, habría precipitado la decisión de encausar a Galileo en este proceso.

Pero más allá de eso, lo cierto es que se estaba llegando a un punto crítico de confrontación entre dos visiones del mundo, y, a la postre, entre dos formas de ejercer el poder: la verdad revelada, por una parte, sustento del dogma religioso, que había definido el modo de vida medieval, pugnando por mantener sus fueros, y, frente a ella, emergiendo con audaz confianza, el conocimiento científico, que en una combinación que podría juzgarse explosiva, aunaba la observación potenciada por el uso de un innovador instrumento como el telescopio (simple anticipo del poder e influjo deshumanizante que las supermáquinas en el contexto del futuro entramado tecnológico iban a ejercer en la vida del hombre moderno), y el razonamiento disciplinado y aguzado por el empleo de las matemáticas, aquel exacto lenguaje, cuyos «(…) caracteres son triángulos y círculos y otras figuras geométricas (…)», y en el cual estaba escrito «(…) ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos (…), el universo (…)», según lo dejó dicho el propio Galileo en un pasaje de El ensayador (Galilei, 1964, p. 61).

El siglo XVII, y el juicio de Galileo de manera concreta, marcan el punto en que se produce una grieta entre ciencia y fe. Con ello, un cauce se abriría para el discurrir de una nueva cultura: una en cuyo marco progresivamente se iría entronizando al científico como nuevo pontífice, y transformando en objeto de culto el intimidante producto de su investigación, la tecnología.

Nacido en Pisa, en 1564, Galileo Galilei, estudió en un inicio medicina en la Universidad de esa ciudad, pero, al poco tiempo, se interesó profundamente por las matemáticas, al punto de decidir estudiar esta ciencia, para, luego, dedicarse a la invención de artilugios mecánicos, a la observación de los astros y a la investigación astronómica. Después de un corto período en que asumió, condicionado por la tradición, la concepción de raíz aristotélica a la que Claudio Ptolomeo había dado forma canónica nada menos que mil quinientos años atrás, el científico pisano abrazó la teoría heliocéntrica, formulada por Copérnico a mediados del siglo XVI  –todo un anatema en un mundo desde el cual sus habitantes veían diariamente desmentida la tesis principal de aquel astrónomo polaco–, hasta terminar enfrascado en un peligrosa disputa con la cúspide jerárquica del catolicismo.

El primer desencuentro con la autoridad religiosa ocurrió en 1616. El cardenal Belarmino, comisario general de la Inquisición, teólogo de talento ampliamente acreditado y uno de los más reputados enemigos del heliocentrismo, había conminado a Galileo a alejarse de la doctrina copernicana –puesta en observación aquel año–, doctrina hacia la cual el científico pisano –en opinión de la autoridad eclesiástica– venía mostrando una sospechosa cercanía a través de algunos de sus escritos. La admonición sin llegar a ser áspera, fue, no obstante, clara y directa. Según constaba en el documento que se suscribió en aquella ocasión,

(…) el susodicho comisario encareció al susodicho Galileo, allí presente, que abandonase por completo la mencionada opinión, a saber, que el Sol es el centro inmóvil del universo y que la Tierra se mueve; y que en lo sucesivo se abstuviese de sostenerla, impartirla o defenderla en modo alguno, ya fuera verbalmente o por escrito. De lo contrario, el Santo Oficio tomaría medidas contra él. El susodicho Galileo se avino a esta orden y prometió obedecerla». (Hofstadter, 2009, p. 141).

Para ese año, el sabio pisano había reunido ya lo que él consideraba evidencias irrefutables a favor de la concepción copernicana. En 1609, había avistado las irregularidades de la superficie lunar –un embate dado a la imagen fabulada por Aristóteles acerca de la perfección de aquel astro–, también los satélites de Júpiter y las fases de Venus, avistamientos con los cuales creía poder probar el movimiento de la Tierra. Estos descubrimientos, posibilitados gracias a la potencia visual del telescopio que él optimizó notablemente, los dio a conocer en un opúsculo al que intituló El mensajero de las estrellas. Poco tiempo después, entre 1611 y 1613, el avistamiento de las manchas solares lo confirmaría en su idea acerca de la falsedad de la dicotomía insalvable que Aristóteles había establecido entre la materia sublunar –el barro transitorio que pisa la fugaz criatura humana–, y las esferas celestes, lugar donde, describiendo un eterno movimiento circular, los astros, constituidos de éter, una substancia sutil e incorpórea, marchan ajenos a las vicisitudes del tiempo. Cartas sobre las manchas solares, obra en que Galileo comunicaría este hallazgo, fue, además, y en primer término, el medio para disputar con el jesuita Christopher Scheiner, quien en un opúsculo dado a conocer bajo seudónimo, había sostenido que aquellas manchas no formaban parte de aquel astro, pues eran, más bien, estrellas o planetas que se desplazaban cerca del Sol. La argumentación formulada por Galileo, salpicada de una retórica incisiva, desbarató y ridiculizó aquel planteamiento.

Galileo, así, se había mantenido muy activo por lo que atañe a sus investigaciones, tratando de reunir pruebas que le permitieran sustentar con solidez la teoría heliocéntrica. A diestra y siniestra, difundía los resultados de sus investigaciones y no perdía ocasión de cuestionar la posición asumida por la Iglesia en salvaguarda del dogma de la inmovilidad terrestre, que a sus ojos aparecía como una estólida defensa basada no en la observación rigurosa –dispuesta a aceptar los datos que asomaban por el lente del telescopio– y la precisión del cálculo matemático, sino en una miope interpretación de las Escrituras, a partir de la cual la teología se aventuraba a legislar sobre fenómenos naturales, cuando su labor debía limitarse a mostrar preocupación exclusiva por la salvación del alma, pues, como en alguna ocasión dijo, citando a un conocido cardenal de la época: «(…) la intención del Espíritu Santo era enseñarnos cómo se va al cielo, y no cómo va el cielo». (Galileo, 2006, p. 100).

El 12 de abril de 1633 se dio inicio al juicio. En algún momento, se deslizó la idea, con una escalofriante sutileza, de aplicar al anciano científico los correspondientes «remedios de la ley» –así llamaban los misericordiosos clérigos a las sesiones de tortura–, en caso de que el acusado mostrara reparos frente a las imputaciones del tribunal eclesiástico. Ya para entonces, Galileo contaba sesenta y nueve años y una severa artritis lo aquejaba: la amenaza a que estaba expuesto, de haberse materializado, habría significado muy probablemente su muerte. En buena cuenta, la abjuración de sus ideas se planteó como la condición para no emplear ese recurso. Las sesiones se prolongaron por 71 días. El 22 de junio se leyó la sentencia. Considerado por el tribunal «vehementemente sospechoso de herejía», el científico que había abierto una nueva ruta al pensamiento desafiando a una autoridad que, si bien ya menguante, contaba aún con el poder de disponer de las vidas de aquellos que osaran poner en entredicho las verdades que por siglos había proclamado como definitivas y absolutas, se puso de rodillas ante sus acusadores y debió negar aquello de lo cual, sin embargo, se encontraba profundamente convencido: «Repudio, maldigo y aborrezco los susodichos errores y herejías», dijo, seguramente, apretando los dientes. (Hofstadter, 2009, p. 175).

Galileo y el aciago amanecer de la ciencia moderna

El genio del telescopio fue condenado a prisión. Pero la pena no fue aplicada con rigor por haber aceptado Galileo abjurar de sus ideas: no fue confinado en las mazmorras de la Inquisición, sino que se le permitió permanecer encerrado bajo arresto domiciliario en Villa de Arcetri, la localidad donde vivía, en Florencia. Casi nueve años después, el 8 de enero de 1642, Galileo moriría. Durante su encierro, logró escribir una última obra, considerada su logro mayor: Diálogos acerca de dos nuevas ciencias.

Los altos dignatarios eclesiásticos estuvieron a punto de impugnar la validez de su testamento y de negarle el derecho a un funeral con un ritual religioso, alegando que el científico había muerto cumpliendo una condena impuesta por el máximo tribunal católico. Por orden de Urbano VIII, fue sepultado en una tumba sin inscripción ni ofrenda funeraria alguna, fuera del recinto eclesiástico, en un rincón detrás de la sacristía, al lado de una modesta capilla dedicada a dos santos locales. Fue en una fecha tan tardía como 1737 cuando el gobierno toscano logró que sus restos reposaran, cerca a los de Miguel Ángel y Maquiavelo, en un mausoleo que rendía honor a su memoria erigido dentro de la iglesia de Santa Croce, en Florencia.

El famoso epitafio que rotula su tumba, aseguran los entendidos, son palabras que nunca pronunció luego de su abjuración, con amarga ironía, ante el desenlace de su proceso. Pero calzan perfectamente con el ánimo que acompañaba a Galileo. Aquellas palabras, sin duda, expresan con dramático laconismo la convicción, tan profunda como trágica, que acogió hasta su muerte: Eppur si muove («Y, sin embargo, se mueve»). Como alguien acotó, aquella frase, «(…) si bien (…) no es verdadera históricamente (podría decirse) que es filosóficamente verdadera». En efecto, ella condensa una nueva manera de ver y entender el mundo. (Finocchiaro, 2005, p. 236)

Paul Feyerabend, acaso la figura más controvertida en el campo de la filosofía de la ciencia del siglo XX, considera a Galileo exponente emblemático de lo que él denomina «contraindución», esto es, la asunción de hipótesis que se encuentran reñidas con los datos «directa» y cotidianamente «observables». En efecto, la hipótesis acerca del movimiento de nuestro planeta alrededor del Sol que el sabio pisano asumía, contradecía abiertamente lo que los sentidos indicaban (e indican) al observador común: lo que vemos todos los días es que el Sol se mueve, mientras que la Tierra que pisamos se mantiene inmóvil.

Feyerabend muestra cómo el científico italiano se saltó las supuestas reglas metodológicas de la pulcra investigación científica que, supuestamente, parte de la objetiva observación de los hechos y el fiel informe de los sentidos, para dar cabida al experimento mental y al vuelo de lo que cabría llamar imaginación matemática. Esta actitud sagaz que Galileo encarnó sería, así, una muestra de que en los terrenos de la investigación científica «todo vale» (expresión que traduce el pluralismo metodológico que Feyerabend patrocina) (Feyerabend, 1984, p. 24; 26), negando con esto que la objetividad estricta, la racionalidad pura y la práctica de un solo método sean rasgos definitorios de la ciencia.

No hay duda: Galileo fue una figura revolucionaria, quizá hasta pueda ser visto como un mártir de la investigación científica, un pensador que se enfrentó al dogma religioso y señaló el camino que en los siglos venideros la humanidad, en busca del progreso que la ciencia y sus logros deslumbrantes ofrecían, recorrería con la confianza del sonámbulo. Y he allí lo curioso y tremendo: un camino que se inició jalonado de esperanzas, que iba siendo transitado con rebosante fe en las posibilidades de alcanzar el desarrollo y bienestar general de la humanidad merced al dominio creciente que la investigación científica imponía sobre la naturaleza, se transformaría en los tres siglos siguientes en una ruma de fracasos no solo estrepitosos, sino espantosos.

Galileo y el aciago amanecer de la ciencia moderna

De la revolución industrial, que al lado de un desarrollo impresionante de la máquina y de la potencia productiva, trajo consigo la pauperización de millones de obreros, a las hecatombes mundiales del siglo XX y el asesinato masivo merced al uso de sofisticada tecnología bélica y de la energía atómica como arma de guerra, pasando por los imperios coloniales y neocoloniales, cuyo industrialismo voraz dejó como indigno pasivo el crónico subdesarrollo que hoy mismo sufre la mayor parte de las naciones imaginadas pero nunca consolidadas del sur atrasado del planeta, desde entonces hasta hoy, decía, el sueño del progreso se ha convertido en la pesadilla del desastre ambiental, la hegemonía depredadora de las potencias tecnológicas, las guerras de rapiña en busca de seguridad energética para el norte opulento y el brutal choque cultural entre oriente y occidente. Es este cuadro, en desoladora suma, la manifestación de aquello que Walter Benjamin –y termino con este pasaje estremecedor– expresó a través de la genial mirada lanzada al célebre cuadro del austriaco Paul Klee, obra que le otorgaría la clave para descifrar, quizá con ineluctable resignación, el fiasco civilizatorio en que se ha transformado la ufana Modernidad. Extenderse en la cita es de rigor:

Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel, al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su rostro está vuelto hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre ruina, amontonándolas sin cesar. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Este huracán lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso. (Benjamin, 2008, pp. 44-45).

*Este post es una colaboración de José Antonio Tejada Sandoval, docente del Departamento de Estudios Generales de la Universidad Privada del Norte.

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Referencias

Benjamin, W. (2008). Tesis sobre la historia y otros fragmentos. México: Itaca.

Feyerabend, P. (1984). Contra el método. Esquema de una teoría anarquista del conocimiento. Buenos Aires: Ediciones Orbis S.A.

Finocchiaro, M. (2005). Retrying Galileo. 1633-1992. London: University of California Press.

Galilei, G. (2006). Carta a Cristina de Lorena. Madrid: Alianza Editorial.

Galilei, G. (1984). El ensayador. Madrid: Sarpe.

Hofstandter, D. (2009). La Tierra se mueve. Galileo y la Inquisición. Barcelona: Antoni Bosch Editor.

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