No recuerdo cómo llegué a Quilca la primera vez. Alguien –acaso algún compañero de aulas– me debió de hablar de aquel mítico jirón, seguramente en mis primeros meses de estudiante universitario, en la gloriosa San Marcos, mi queridísima alma máter. Lo que sí recuerdo es que los libreros por aquellas épocas, el último año de la década del 80, o quizá los primeros meses del 90, se encontraban en la primera cuadra, aquella que desemboca en la Plaza San Martín, y ofrecían sus libros en plena calle, en las veredas, sobre tablones improvisados, o sencillamente en el suelo, puestos encima de alguna cubierta que los protegía del contacto con la rudeza de aquellas transitadas aceras.
Recuerdo la sensación al llegar a esa especie de pequeño paraíso de papel, tinta negra y portadas de colores, diseños y tamaños diversos: sencillamente me encontraba embelesado con todos aquellos libros expuestos ahí, iba de aquí para allá dirigiendo la mirada hacia títulos sugestivos de autores que no conocía o hacia otros que apenas iba conociendo, sorprendido por todo lo que se podía hallar en aquella calle, en ese espacio caótico, pero tan acogedor, de apariencia precaria, pero construido sobre el diamante de la cultura, ese destello de potencia sutil que se abre paso en la cerrada noche del no saber.
Guardo en mi memoria con la claridad de la nostalgia por los tiempos idos la imagen del primer libro que compré allí. Fue una novela de Hermann Hesse, escritor alemán (luego naturalizado suizo) a quien andaba leyendo con especial entusiasmo por esos años. Demian. Historia de la juventud de Emil Sinclair fue el libro aquel, que cayó en mis manos después del consabido regateo y del desembolso –con la triunfal rebaja de unos pocos soles– del poco dinero que seguramente me quedaba después de una francachela de una noche de viernes. Debieron de haber sido 10 o 12 soles, un poco más, quizá, pero en ningún caso más de quince: toda una ganga. Era un libro de cubierta forrada con esmero, pero ya con cierto desgaste y estampada con una fotografía del gran Hesse en su juventud (viejo sacón con rebeldes solapas inhiestas), de hojas con un incipiente tono amarillento y editado bajo el sello siempre confiable de Alianza Editorial. Me convertí en asiduo visitante de aquel jirón de libreros apretujados y lectores que llegaban con avidez en busca de títulos ansiados o simplemente para ver qué había: Quilca siempre sorprendía con alguna novedad o rareza.
No sé cuántos libros me han acompañado a casa luego de pasar horas «huaqueando» en aquel entrañable jirón, pero, definitivamente, han sido muchos y buenos, y algunos, claro, están ahí aún, esperando a que los lea. Quien diga que ha leído todos los libros que habitan sus estantes –me atrevo a decirlo– o está mintiendo o cuenta con una capacidad de lectura casi sobrehumana.
Nassim Taleb, autor de origen libanés (si bien él prefiere considerarse levantino) que escribiera hace algunos años un libro que introducía un tema sugerente en torno a la irrupción de lo inesperado en los asuntos humanos, intitulado El cisne negro. El impacto de lo altamente improbable, en un pasaje de la introducción nos deja esta sugestiva idea:
(…) una biblioteca privada no es un apéndice para estimular el ego, sino una herramienta para la investigación. Los libros leídos tienen mucho menos valor que los no leídos. (…) Acumularemos más conocimientos y más libros a medida que nos hagamos mayores, y el número creciente de libros no leídos sobre los estantes nos mirará con gesto amenazador. En efecto, cuanto más sabemos, más largas son las hileras de libros no leídos. A esta serie de libros no leídos la vamos a llamar antibiblioteca. (Taleb, 2011, p. 41)
Pero dejemos a Taleb y su antibiblioteca (en algún momento escribiré sobre esta curiosa idea) y sigamos con Quilca.
Con el paso de los años, es cierto, mis visitas se fueron haciendo menos frecuentes, pues iba descubriendo otros lugares en que se ofrecían aquellos tesoros empastados. La avenida Grau, las tiendecillas situadas en la feria del jirón Amazonas, la calle Malambito, las cocheras de la avenida Universitaria a las que se mudaron los libreros de San Marcos. Rincones, esquinas y calles, por las que caminaba buscando libros y más libros. Pero a Quilca siempre volvía. Y mis visitas se prolongan hasta la hora presente, aunque el circuito incluye hoy los jirones Rufino Torrico y Camaná.
Un buen día aquella primera cuadra, por la que aún circulaban autos, fue convertida en un paseo peatonal. Los libreros tuvieron que suspender sus actividades algunas semanas, hasta que la obra estuviera lista. Permanecieron allí poco tiempo más, y luego se trasladaron a una amplia explanada con un par de anchos portones de maciza madera, a la que denominaron «Boulevard de la Cultura». Eso fue el año 97. El local les fue alquilado por el Arzobispado de Lima, y desde entonces hasta el 2016, permanecieron satisfaciendo el gusto bibliófilo (en algunos casos, también bibliómano) de sus visitantes. Ese año fueron desalojados: el Arzobispado creyó más oportuno (y, con seguridad, más rentable) cambiar de arrendatario y ahora ese lugar se ha convertido en una quizá boyante cochera. Qué tal Arzobispado: la cultura le importa un comino; eso está clarísimo.
Los libreros buscaron otros lugares. Unos alquilaron algunos locales por las inmediaciones (a Camaná se fue «Selecta Librería», del escritor y editor Gabriel Ruiz Ortega; en el mismo jirón Quilca, desperdigado en algunos pocos locales, permaneció un puñado de ellos). Un buen grupo se fue al Rímac, a una plazoleta junto al Puente Trujillo que la municipalidad de ese distrito implementó como parte de un proyecto de intervención urbana. Ahora hay muy pocos allí. Y uno de ellos, quizá el más emblemático, Pedro Ponce, mudó su «Rocinante» al jirón Rufino Torrico, a un local que había sido ocupado antes por una librería del Fondo de Cultura Económica. Allí comparte hasta ahora el espacio con una librería de obras jurídicas, un comercio de venta de discos compactos, y otro que ofrece útiles de escritorio. Ahora también bajo la mágica atmósfera de «Rocinante» me sitúo algunos días en busca de algún título que mantenga vigente mi hábito lector.
Es triste haber perdido aquel «Boulevard de la Cultura», pero también es verdad que aún es posible encontrar a algunos libreros, en el mismo Quilca y en Camaná, que, de alguna manera, mantienen viva esta tradición que resguarda la cultura del libro, y ejercita y robustece el estrecho vínculo que suele establecerse entre lector y librero. Digamos que estos espacios prolongan la existencia de un foco cultural alternativo: al lado de los bares en que la bohemia se solaza, como el Don Lucho, con su vieja rocola, y el centenario Queirolo, donde Martín Adán, Gonzalo Rose, Oswaldo Reynoso y tantas otras figuras señeras de las letras peruanas disfrutaron de sedientas tertulias, se encuentran aquellos entrañables ambientes, pequeños o más grandes, vetustos y polvorientos unos, y otros quizá un tanto mejor dispuestos, pero todos ofreciéndonos la oportunidad no solo de comprar libros sino de palpar la textura del tiempo transcurrido en el lomo y las hojas de las obras de autores insospechados, de descubrir, a través de la charla con algún cofrade de la lectura o con el mismo librero, un título quizá descatalogado que, más tarde, en un rincón, habrá de mostrarse ante nuestros asombrados ojos.
Qué libros memorables hallé en aquel jirón. Buena parte de todas las novelas de Hermann Hesse, que leí una tras otra. Una edición hermosa de Lolita, de Nabokov; El cero y el infinito, la novela estremecedora que Arthur Koestler escribió como alegato contra el totalitarismo estalinista; una edición popular de Así hablaba Zaratustra, de Nietzsche, y ante la cual quedé un tanto desalentado por la mala calidad del papel, pero que terminé comprando porque tenía avidez por leer aquella obra, aunque, luego, la limpieza y elegancia de la traducción terminó por seducirme. La fascinante novela de Philip Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?; las obras completas, en cinco gruesos tomos, del ideólogo y filósofo aprista Antenor Orrego, parte de esa generación de creadores y activistas que encarnaban los ideales de la revolución del 32, profundamente consecuentes con sus ideas, que jamás intentaron acumular propiedades o enriquecerse, y mucho menos echando mano al delito. Las tres únicas novelas que el gran Ernesto Sabato publicó, El túnel, Sobre héroes y tumbas, y Abaddón el exterminador; el desconcertante y a un tiempo embriagador Historias de cronopios y de famas, conjunto inclasificable de relatos del inmenso Julio Cortázar (Rayuela la compré en la avenida Grau). El mito de Sísifo, aquel libro de ensayos que contiene el texto tremendo que Albert Camus dedicó al suicidio; El existencialismo es un humanismo, la famosa conferencia de Jean-Paul Sartre; Si esto es un hombre, de Primo Levi, un libro que me removió el alma hasta hacerme sollozar (sus cuentos completos, un espléndido tomo de 800 páginas, no lo pude comprar, recuerdo, porque me faltaron 10 soles; cuando volví, luego de 12 días, ya había desparecido). Y muchos más. Uno de los últimos (aunque hallado cerca de ahí, en una acogedora librería de Camaná que originariamente se situaba en Quilca) ha sido un tomo en tapa dura que contiene cuatro comedias de Shakespeare, parte de una colección cuyo comité selectivo tenía como uno de sus miembros a Alfonso Reyes, el prolífico y notable escritor mexicano, y de quien leí su breve y enjundioso libro Trayectoria de Goethe, también adquirido en Quilca, hace bastantes años.
En fin, libros y más libros, lectores y libreros, insuflando vida a aquellas calles. Porque Quilca aún está ahí, animado por el espíritu inquieto del amor por la cultura en tinta y papel que planea por aquel querido jirón y sus alrededores dejando una estela de solaz sobre quienes ejercitan el noble hábito de la lectura. Vayan a comprobarlo.
*Este post es una colaboración de José Antonio Tejada Sandoval, docente del Departamento de Estudios Generales de la Universidad Privada del Norte.
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Referencias:
Taleb, N. N. (2011). El cisne negro. El impacto de lo altamente improbable. Barcelona: Paidós.
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