El absurdo está instalado en el decurso cotidiano de nuestras vidas. Se expresa de manera rotunda y aplastante (esto último es literal) en un servicio que usan para transportarse millones de peruanos todos los días: el Sistema Metropolitano de Transporte.
¿Pero qué tiene que ver Kafka aquí, el escritor checoslovaco, autor de La metamorfosis, y de cuyo apellido se deriva el término «kafkiano»? Este es el punto: esta expresión se emplea para aludir a una situación en que el sinsentido, lo obscuro y la indescifrable cifra de lo siniestro convergen. Aspectos estos que se encuentran juntos cuando uno se somete al suplicio infligido por este servicio de transporte.
Veamos.
Es un lunes (pero podría ser cualquier día de la semana), alrededor de las seis de la tarde (pero podría ser casi cualquier hora del día). Los buses desfilan ante nuestras narices. Somos unas treinta personas: aún (el número se acrecienta cada minuto quizá en progresión geométrica). La mayor parte de nosotros espera con ansiedad que un bus se estacione en el andén para enrumbar a casa, al centro de labores o adonde se hayan decidido ir. Los minutos pasan y no se trata de que no se avisten buses, sino que estos no se detienen a recogernos. En un lapso de diez minutos, pasan frente a nosotros, vacíos, cuatro buses de la ruta que debería llevarnos a nuestro destino. Los conductores, algunos impertérritos, otros, con una expresión que parece denotar una retorcida satisfacción, se alejan. La cosa no parece ser con ellos. Y probablemente no lo sea. Ellos son un simple instrumento, pequeños engranajes, del enorme sistema de transporte al cual deben dedicar sus esfuerzos por un sueldo que probablemente se encuentre por debajo de la media regional. La gente que espera sigue multiplicándose; un puñado de personas se transforma en pocos minutos en una muchedumbre. Se respira el aire pesado de la mortificación. ¿Por qué no nos es dado abordar los buses? ¿No se supone que deben recogernos?
Intentemos buscar respuestas. Esta actitud irracional, absurda –mirada la cosa desde la perspectiva del pasajero–, acaso responda a una fría e implacable lógica de costo-beneficio: menos buses activos y más pasajeros transportados como ganado en un solo bus significa menos combustible y, por tanto, un margen más elevado de ganancia. ¿Pero acaso un bus vacío que se aleja no consume combustible también? Multiplíquese ese gasto por todos los buses que se alejan vacíos y se tendrá una cifra que podría llegar a ser significativa, y, en consecuencia, representar una pérdida para la empresa. Es probable, por tanto, que esta extraña dinámica de los buses alejándose vacíos ante una muchedumbre impaciente sea a la postre una maniobra dictada por la inoperancia, y por ello tan absurda como quizá lo sea el intento de explicarla.
Tal vez algunas (o muchas) de las personas que padecen este ritual del transporte peruano se expliquen esta situación así y la cuestionen también poniendo al frente aquella especulación acerca de la inutilidad de aquel supuesto ahorro de combustible y de dinero. Y aun cuando de pronto experimenten un deseo de elevar su protesta ante la instancia encargada de recibir las quejas (un desvaído número telefónico a veces impreso en algún rincón de algunos buses, al que se puede llamar para estos efectos, y que, sospecho, no resulta ser precisamente eficiente), muchos no saben bien hacia quién dirigirse en persona para que el reclamo formulado sobre este hecho sea objeto de una verdadera atención. Quizá algunos usuarios sí sepan a dónde acudir (y obsérvese cómo se va complicando la ruta que se sigue para procurar una respuesta), pero surge la sospecha (casi lo puedo asegurar) que el reclamo será estéril, se barrunta que las personas encargadas nos ofrecerán respuestas trilladas: que no hay buses, que la demanda es excesiva, en fin, que se tratará de evaluar el tema para darle una solución, lo que a fin de cuentas solo significará darle largas a la cuestión. Pues aquellas mismas personas son parte de una maquinaria erigida para hacer dinero –sí, sobre todo, para hacer dinero–, de la cual reciben su salario, a la que, por ello mismo, están obligados a demostrar que son eficientes y en relación con la cual no saben muy bien qué rostros se encuentran tras ella, en la cúspide de la gestión gerencial. A lo que me refiero (y he aquí que empieza a condensarse la experiencia kafkiana) es al sentimiento de desamparo en que se sumerge el usuario, generalmente, frente al destino sordo que seguramente aguarda a sus reclamos, al oscuro y acaso indefinido presentimiento acerca de que nadie le dará una explicación clara en torno a la causa real de tan irracional situación.
Un buen día, me animé a preguntarle a una señorita encargada de supervisar el desplazamiento de los pasajeros. Quería saber por qué los buses se marchaban sin recogernos. «Se van a cargar gas o ya se guardan o se van a la Central porque están atrasados», me dijo con displicencia. Le agradecí y volví a mi lugar (ya habían pasado tres buses vacíos). Frente a esto último, ¿acaso no sería sensato que recojan a la gente que está esperando aquí y marchen hacia la Central? Mirando las cosas en términos de rendimiento, la respuesta sería «no» (la formulé musitando un monólogo en medio de la gente). Porque transportando pasajeros, el bus tendría que parar en cada estación y ese trámite retrasaría su llegada a aquel destino. ¿Y nosotros? ¿Cuál es el criterio al que recurren para sacrificar nuestro tiempo en aras de traer a la gente que espera allá, en la Central? «La demanda», me diría quizá un controlador que escuchase mis pensamientos, «en la Central hay más personas esperando». Podría ser.
A todo esto, es probable que sí haya una explicación, entonces. Y que el proceso aparentemente absurdo que observamos en la estación de buses sea más racional de lo que podríamos imaginar. Tan racional, que de serlo tanto ya casi el evento se muerde la cola. Es tan racional que resulta contraproducente: en vez de percibir orden, el usuario percibe caos. Y el criterio en este contexto es la eficacia, aun a costa del perjuicio causado a los usuarios, pues si el objetivo en primera y última instancia es incrementar los ingresos de la empresa, ello, justamente, constituye un propósito racional, y para alcanzarlo, poco importa que la estrategia sea descabellada: atender una demanda masiva del servicio con una flota evidentemente deficitaria, y en ese trance montar una especie de desquiciada puesta en escena: un rumor estrafalario de motores, llantas y acero pasando de largo ante las narices de los usuarios. Pero qué importa. Pues según esta lógica, en primer lugar, está el dinero. Después, todo lo demás. Todo lo que coadyuve a lograr aquel propósito crematístico será, precisamente, racional. El rendimiento económico, el afán de lucro, primero; luego, la satisfacción del cliente, los seres humanos.
Este es nuestro sistema. El mundo en que nos tocó vivir. Un mundo que Franz Kafka hace ya un siglo –había nacido en 1883 y muerto en 1924–, había prefigurado en su narrativa. Este mundo es la maquinaria anónima, el poder sin rostro que el menudo escritor checoslovaco convirtió en sombrío y omnipresente personaje en El proceso y también en textos como El Castillo y La condena, y, en general y con diversos matices, en toda su obra, cargada de presentimientos aciagos acerca del carácter siniestro que había de adoptar nuestra civilización. En El proceso, Kafka relata la historia de un gris oficinista de un banco llamado Josef K, quien una mañana, inexplicablemente, ve irrumpir en su habitación a un agente que lo conmina a presentarse en la jefatura de policía para responder por ciertos cargos que se le imputan y que nunca llega a saber en qué consisten. Recorre pasillos oscuros, una y otra vez, en busca del magistrado que lo juzgará, pero solo recibe notificaciones enrevesadas y solicitudes sin sentido que alargan su espera angustiosamente: nadie nunca le dice claramente de qué se lo acusa ni quién lo hace. Su espera es vana siempre. Hasta que tan absurdamente como se le abrió aquel proceso, muere asesinado cruelmente a manos de sus acusadores.
Esa atmósfera de angustiante desorientación, de callada desesperación ante lo que parece ser ya un estado de crisis social terminal, es la que pareciera que se extiende en nuestro país, en el mundo, en estos tiempos de transnacionales sin rostro, de trabajo extenuante llevado a cabo a partir de propósitos desdibujados bajo la conducción impersonal de directorios fantasmales, de competencia salvaje y afán de lucro desmedido. Súmese a esto (para no desentonar con la coyuntura nacional) la corrupción a escala global, tan desmoralizante como ubicua, y ya se comenzará a experimentar un sentimiento casi de orfandad existencial, todo lo cual no es sino el síntoma de un sistema tan racional –paradójicamente racional– como este. Y, bueno, si esto es racional, más valdría estar loco. Si no, recordemos al buen Vincent Van Gogh, una de las víctimas de un sistema que en su época ya germinaba.
Y mientras tanto, seguimos en la misma situación. Nada ha cambiado desde que comencé a pergeñar este texto. Continuamos esperando veinte minutos o incluso media hora a que el bus nos recoja, luego de ver, un día más, con aire resignado, cómo se alejan dos, tres, cuatro buses vacíos. Y estos minutos, claro, se suman a los otros veinte o treinta que en promedio un pasajero aguarda a que el bus alimentador que debe abordar, antes, en la avenida, para llegar a esta estación, se detenga y lo recoja, luego de ver –sí, otra vez, y de idéntica manera– cómo pasan de largo también dos, tres, cuatro buses. Mientras tanto –también– sigo escribiendo este texto, acumulando fragmentos en mi teléfono durante la espera (para luego ensamblarlos en mi vieja computadora, que la obsolescencia programada ya me urge a reemplazar), pensando en lo inútil que será, pensando en que esto no tiene sentido, pensando, en fin, que este desatendido post no servirá de nada para siquiera intentar cambiar esta pesadilla de buses y lucro, pero también de corrupción estatal y crisis moral.
Como alguien dijo: si Kafka hubiera nacido en el Perú, sería un escritor costumbrista. No tengo ninguna duda acerca de que esto, en efecto, habría sido así.
*Este post es una colaboración de José Antonio Tejada Sandoval, docente del Departamento de Estudios Generales de la Universidad Privada del Norte.
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