Hermann Hesse: la paz de quien no espera nada
Hermann Hesse fue uno de los primeros autores que me aproximó al universo de la literatura. Hubo una época, hace ya casi treinta años, en que lo leía con devoción casi religiosa. Una de sus novelas, El lobo estepario, me reveló la potencia transformadora de la ficción. Recuerdo haber quedado profundamente conmovido por su lectura: el acusado individualismo de Harry Haller –el personaje central de aquella historia–, su peculiar estilo de vida, en conflicto con los hábitos masificados de la cultura contemporánea, las radicales ideas que asumía acerca del mundo y la existencia, su condena de la concepción occidental, centrada en el progreso material y el culto de la máquina y el dinero, y su pasión por la música de Händel y Mozart, la poesía romántica y la filosofía de Nietzsche, resultaron ser para mí rasgos tan reales, cercanos y entrañables que, desde ese momento, su autor pasó a formar parte de aquella particular galería de figuras señeras que paulatinamente van convirtiéndose en referentes culturales y que a modo de hitos van marcando la dirección que la formación espiritual de cada quien, en mayor o menor medida, empieza a recorrer alrededor del fin de la adolescencia.
Después de algunos años de no haber leído nada más de Hesse, me reencontré con él. Hace algunas semanas, recorriendo librerías de viejo, hallé frente a mí un librito suyo del cual nunca antes había escuchado. Su título: En el balneario. No es una obra de ficción. Se trata de dos ensayos de sesgo autobiográfico. El primero, que da nombre al libro, contiene los recuerdos de Hesse luego de su visita a un centro de tratamiento natural de dolencias reumáticas, situado en Baden, en busca de alivio a la ciática que lo persiguió durante los últimos años de su vida; el segundo, «Nuremberg», es el recuento de su viaje a tres ciudades alemanas, cuyo destino final sería, precisamente, aquella que figura en el título, con el objeto de participar como expositor en sendas conferencias que habían de ocuparse de su obra.
“En el balneario” no solo es el recuento de su tratamiento. Es además, y sobre todo, una reflexión profunda y honesta sobre la existencia y acerca de sí mismo. La misantropía que definió siempre a sus personajes y al propio Hesse, su vertiginosa búsqueda de sentido en un mundo que exuda deshumanización, el pesimismo que siempre llevó a cuestas a la vista del experimento humano, son temas que se reiteran desde diversos ángulos en este texto. Pero, también –a tono con aquel signo diríase contradictorio que anima su obra–, se encuentran allí meditaciones que contrastan con aquella oscura visión del mundo y del hombre, y quedan expresadas con la coloratura mística que adquiere su cosmovisión cuando Hesse, a través de giros que semejan arrebatos extáticos, aspira a la unidad de la existencia o divisa la pureza espiritual que ilumina el mundo en los actos cotidianos de gentes anónimas, o manifiesta su fuerte apego a las enseñanzas de los maestros religiosos, rescatando de aquellas su fondo universal y su verdad más esencial, más allá de los linderos doctrinarios dentro de los cuales se encuentran secamente acotadas. Al lado de su fuerte descreimiento, anida también una vigorosa fe en el lado luminoso y esperanzador de la existencia.
La enfermedad (algo que me recuerda a Hans Castorp, el querido personaje de La montaña mágica, de Thomas Mann) se transforma en este ensayo en el medio para tratar de hurgar un tanto en la naturaleza humana, para luego mirar dentro de sí y desmontar los resortes que mueven al propio Hesse a recluirse en sí mismo, a rehuir el trato con la gente, a ser el escritor obsesionado con la dualidad del espíritu humano, el irredento buscador de absolutos convencido de la inefable unidad cósmica, y el censor implacable del mundo contemporáneo, un mundo que se muestra ajeno al misterio que pervive en el ansia humana de respuestas, un lugar en donde “(…) el último de los escritores de folletines obra mejor y con más acierto que el que se esfuerza por expresar lo eterno”. (Hesse, p. 122).
“Nuremberg”, texto más breve que el anterior, pero de pareja intensidad, nos conduce a través de un camino que culminará en el desencanto.
Invitado a dictar tres conferencias sobre su obra en diversos puntos de Alemania, Hesse hubo de acudir a la ciudad de Nuremberg, donde tuvo lugar la última de aquel itinerario. Después del evento, el escritor, aunque agobiado, se siente satisfecho por el clima bajo el cual se desarrolló su presentación. Disfruta, luego, ya más sosegado, de la compañía de amigos, conversa, observa, medita. Posa su mirada escrutadora en la ciudad y repara en lo siniestro: Nuremberg encarna lo que él condena sin reservas en buena parte de su obra ficcional y ensayística, esto es, la irrupción del mundo industrial, la presencia avasalladora de lo material, la impronta de la deshumanización contemporánea estampando su tétrica silueta sobre las gentes que caminan con paso acelerado para entreverarse en el tráfago impersonal de una ciudad capturada por el voraz afán de aquel progreso material que deja cada vez menos espacio a la expresión de la dimensión espiritual de nuestra existencia. La repulsa del mundo contemporáneo, de aquel mundo que se levanta sobre el imperio de la máquina y ensalza hasta el delirio el poder de la ciencia y la tecnología, lo expresa Hesse, por ejemplo, en estas líneas:
Vi todo esto, y todo era muy hermoso, pero lo rodeaba por doquier una ciudad comercial grande, dura, aburrida, rebosante de automóviles, de motores ruidosos, todo temblaba bajo el ritmo de otro tiempo, un tiempo que no construye bóvedas de crucería y no sabe levantar pozos bonitos como flores en patios silenciosos, todo parece estar a punto de derrumbarse de un momento a otro, pues ya no tenía utilidad ni alma. (…) [T]odo lo vi envuelto en los gases de estos malditos vehículos, todo vibrando con una vida que no puedo calificar de humana, sino de endemoniada, todo dispuesto a morir, dispuesto a convertirse en polvo nostálgico de desmoronamiento y destrucción, asqueado de este mundo, cansado de existir sin objeto, de ser bello y carecer de alma. (Hesse, p. 182).
En contraste con este panorama intimidante y descorazonador, que abruma con la potencia de su moderna maquinaria en marcha, Hesse traza el perfil de aquellos que como él, practican hábitos austeros, se rinden ante las cosas sencillas de la vida, y experimentan desasosiego cuando su espíritu inquieto se agita en medio de las preguntas por el destino incierto que acompaña al hombre:
Las personas como yo nos contentamos con poco o bien solamente con lo mejor. Entre dolores, desesperación y profundo hastío de la vida, nos basta oír por un sublime instante una respuesta afirmativa a la pregunta de si tiene sentido esta vida tan difícil de sobrellevar, aunque en el instante siguiente volvamos a hundirnos en la turbia corriente, para seguir viviendo otra larga temporada, no solo soportando la vida, sino amándola y ensalzándola. (Hesse, p. 156).
La poesía y la escritura, el pensamiento místico, la ocasional conversación con los amigos, el gozoso vagabundeo por las praderas de la vida espiritual, en suma, son el refugio en que recala Hesse para guarecerse del asalto de lo banal y superficial, de la torpeza y del vacío. El escritor no tiene aspiraciones materiales, a no ser las indispensables, aquellas que le permitan vivir dignamente para seguir escribiendo y pintando, alejado en su ermita de la zona rural de Suiza, solo, o, para decirlo más propiamente, acompañado de sí mismo. En las líneas de «Nuremberg» se advierte constantemente aquella vital asimilación del pensamiento oriental que caracterizaba su visión de las cosas, ejemplarmente encarnada en algunas de sus obras, y merced a la cual el escritor (en aquella época, ya nacionalizado suizo) rechaza la agitación vana, los proyectos de vida calculados al milímetro, la moderna ética del trabajo, aquella que proclama enfervorizada que «el tiempo es dinero», y hace de esta su orgullosa divisa. En lugar de todo esto, Hesse proclama una actitud contemplativa, profundamente meditativa, que prefiere el ocio y la tranquilidad de la reflexión, el placer de la búsqueda espiritual: aquella paz de quien no espera nada.
Ya sentado en una taberna, con algunos pocos amigos, luego de su última conferencia –que al fin de cuentas fue, como todas, expresión de su talento convertido en molesta profesión–, Hesse nos alcanza esta imagen de él, definida por el desapego y el gozo franciscano de las pequeñas satisfacciones que la existencia obsequia a quien se anima a mirar más allá del hueco trajín de la vida contemporánea:
Oí las conversaciones y discusiones más interesantes y me sentí muy contento, pues todo esto no me concernía en absoluto, no exigía nada de mí, se limitaba a ser interesante, y yo podía estar allí sentado, mirar los rostros inteligentes y excitados, beber el Mosela y sentir cómo se aproximaba el sueño, y si me venía de gusto, mañana podía dormir hasta tarde, todo un día, todo un año, todo un siglo, nadie pretendía nada de mí, ningún tren silbaba para mí, ningún pupitre de conferenciante estaba iluminado y adornado con la botella de agua en espera de mi persona (…). (Hesse, pp. 184-185).
Son pasajes como este, constantes en su prosa de ficción y en su obra ensayística, los que me conmovieron profundamente durante mis primeros escarceos en la obra de este gran escritor y me persuadieron de que la literatura, además de entregarnos belleza, nos adentra en los enigmas del espíritu humano, territorio del desasosiego, pero también de la fugitiva plenitud.
No exageraría –por mencionar algo y volviendo al punto con que abrí este texto– si refiriéndome al impacto que El lobo estepario tuvo sobre mí –la primera obra suya que leí, como ya dije– lo pondero decisivo. Si he de señalar alguna de las obras que marcaron mi vida, supongo que para siempre, tendría que referirme a aquel librito. Acaso sea una historia apropiada para adolescentes especialmente díscolos e inconformes, como lo era yo en la época en que decidí leerlo. Quizá. Pero a partir del momento en que me sumergí en la historia del entrañable Harry Haller experimenté la reconfortante sensación de que no estaba solo. De ahí en adelante, una certidumbre me acompañaría siempre: las páginas de un libro pueden conducirnos, para bien o para mal, a recorrer vericuetos inexplorados de nosotros mismos.
Ese solo hallazgo bastaría para justificar la lectura de este gran escritor y de cualquier otro autor cuya obra nos permitiera adentrarnos un poco más en nosotros mismos. La máxima socrática, que el maestro de Platón tomó del acervo de la sabiduría griega –aquel enigmático “Conócete a ti mismo”–, conserva su vigencia en las páginas pergeñadas por Hesse, y más aún en estos tiempos de vértigo consumista, atentado vil contra el medio ambiente y ambiciones desmedidas de poder y dinero.
En el balneario fue publicado en 1953, cuando la gloria que nunca buscó ya lo había tocado: el Premio Nobel de Literatura le fue concedido en 1946, en una ceremonia a la que no asistió, y en donde Henry Vallotton, en representación suya, leyó un austero discurso de dos páginas apenas.
Entre sus obras más reconocidas suelen mencionarse, además de El lobo estepario, Demian. La juventud de Emil Sinclair, Bajo las ruedas, Siddharta, Narciso y Goldmundo, Rosshalde, y Knulp (tres momentos de una vida). También escribió poesía, ensayos iluminadores y estableció una extensa comunicación epistolar con Thomas Mann y Stefan Zweig, que luego sería recogida en volúmenes compilatorios. Su última novela, El juego de los abalorios, la escribiría bajo el signo de una crisis espiritual provocada por la hecatombe desatada por la guerra que asoló el mundo entre 1939 y 1945.
Herman Hesse murió un 9 de agosto de 1962. Sus restos reposan en el cementerio de la iglesia de San Abbondio, en Montagnola, pueblito enclavado en los Alpes suizos y refugio en que el escritor pasó la mitad de su vida.
*Este post es una colaboración de José Antonio Tejada Sandoval, docente del Departamento de Estudios Generales de la Universidad Privada del Norte.
Referencias:
Hesse, H. (1985). En el balneario. Barcelona: Bruguera.
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Nuevamente un placer a la lectura, José, gracias por eso. Y un recordatorio a ese lobo estepario que nos habita de una u otra manera.
Renato
Así es , estimado Renato. Un pequeño homenaje a ese entrañable outsider que fue el propio Hesse…
Gracias por el amable comentario. Un abrazo.
Inspirador tu relato, José. A decir verdad, me hiciste recordar a uno de mis autores favoritos: Oscar Wilde. En el balneario será una de las obras que leeré. Saludos.
Muchas gracias por tu amable comentario, estimada Evelyn. De Wilde, como creo que alguna vez te comenté, solo he leído «El fantasma de Canterville». Es un autor pendiente aún, como muchos. Luego de que leas el librito de Hesse, ojalá podamos conversar e intercambiar impresiones. Será un verdadero gusto.
Un abrazo.