Ludwig Wittgenstein y la filosofía

ludwig wittgenstein y la filosofía

¿Qué es la filosofía? Menuda pregunta.

Formulada muchas veces sin aspavientos y con la pueril inocencia de quien desea saber esto de la misma forma en que se pregunta acerca de qué es un carburador o un ornitorrinco, o con la solemnidad propia de quien ya ha recorrido senderos de conocimiento bien fundado e interroga, pues, acerca de qué es eso que veintiséis siglos atrás nació en las lejanas colonias griegas del Asia Menor y hace ya alrededor de mil años sigue enseñándose en las universidades, formulada así, como iba diciendo, esta breve pregunta es, en sí misma, un problema filosófico.

No pretendo, por supuesto, responder categórica y definitivamente esta pregunta: a lo largo de la historia de la filosofía diversos pensadores de talento dispar han procurado una definición que abarque y exprese lo esencial de este quehacer y, como no podría haber sido de otro modo, han fracasado. Y me refiero al resultado obtenido como un fracaso, sencillamente porque, a fin de cuentas, lo que parece ser el caso es que este milenario saber (¿saber?) no ha logrado dar respuestas concluyentes a nada (o, bueno, a casi nada), lo cual, claro está, no ofrece un testimonio de la ineptitud de sus practicantes, sino, más bien, incuba la sospecha de que acaso no se esté yendo por el camino más seguro: podría ocurrir que la presunción acerca de su naturaleza sea ilegítima, y, a  la postre, la filosofía no consista esencialmente en dar respuestas, sino en mostrar que las preguntas planteadas en su seno tal vez no apunten en ninguna dirección e incluso no tengan sentido.

Este último, precisamente, fue el camino que siguió un filósofo al abordar el problema de la filosofía y su relación con el lenguaje, hace casi cien años. Se llamaba Ludwig Wittgenstein. Nació en Viena en 1889 y perteneció a una de las familias más ricas del imperio de los Habsburgo, que se derrumbó al final de la Primera guerra Mundial. Ludwig fue el menor de los hijos de Karl Wittgenstein, magnate del acero, y de Leopoldine Kalmus, amante del arte y eximia ejecutante de piano. Al recibir la parte que le correspondía de la herencia paterna, se desprendió de toda ella repartiéndola entre sus hermanos y contribuyendo al sustento de algunos talentosos artistas de su época.

Peleó en las dos guerras mundiales del siglo XX. En la de 1918, luchó como soldado raso en las huestes del Imperio Austro-Húngaro; en 1939, con ocasión de la segunda, su petición de ir al frente fue rechazada por presentar impedimentos físicos, pero se desempeñó como enfermero asistente en un hospital de campaña inglés, pues en ese momento había adquirido esa nacionalidad. Le correspondió, de esta manera, ser testigo cercanísimo de la brutalidad con que la infatuada civilización occidental pretendía cimentar su opiáceo camino al progreso.

Poco antes de la publicación de su primera gran obra, el Tractatus logico-philosophicus, Wittgenstein abandonó la filosofía académica, obtuvo una licencia de maestro de nivel elemental y marchó a la zona rural de Austria a dictar clases en una escuela de la Selva Negra. Entre 1920 y 1926, se dedicó concienzudamente a esta labor y llegó a escribir un diccionario para uso de los niños. Acusaciones de bofetones propinados a sus estudiantes por no aprender la lección determinaron el fin de su labor y su vuelta al terreno de la reflexión filosófica.

Entre su legado  se  cuenta  haber abierto dos potentes líneas de pensamiento en el panorama de la filosofía del siglo XX: la filosofía analítica centrada en la lógica como instrumento de evaluación del lenguaje, que sentó sus reales en Cambridge, y la filosofía analítica del lenguaje ordinario, que fue practicada con devoción en los predios de Oxford. Él, por supuesto, y como corresponde a un outsider, no reconoció a ningún epígono ni escuela.

La preocupación fundamental de Wittgenstein (que adquirió la forma de una verdadera obsesión) fue el lenguaje. Aquellas dos vertientes de pensamiento a que aludía antes, justamente, parten en correspondencia con la dirección señalada por cada una de las dos etapas de su pensamiento, que se encuentran plasmadas en sendos libros: el Tractatus logico-philosophicus, publicado en 1921, y las Investigaciones filosóficas, obra póstuma, que vio la luz en 1953.

 

 

Y si bien fue el lenguaje el tema que movilizó su inquietud y sus ansias de respuestas durante toda su vida, las reflexiones sobre la filosofía, y, por tanto, la presencia de una concepción sobre esta, aparecen dispersas en sus obras aunque con la contundencia propia de quien ha meditado detenidamente sobre el tema. Su concepción sobre el lenguaje se modificó sensiblemente de una etapa a otra de su  trabajo, pero en cuanto al modo en que veía a la filosofía, su perspectiva se mantuvo sin cambios substanciales.

La filosofía, dice en el Tractatus, es una actividad de crítica lingüística, y de ningún modo un tipo de conocimiento. La filosofía no puede ser una ciencia, ni situarse el lado de esta. Incluso su propio discurso, aquel que se encuentra en las páginas del Tractatus, en la medida en que es filosófico, está compuesto, dice Wittgenstein, de enunciados absurdos, pero que resultan ser esclarecedores. Justamente, la mayor parte de los problemas que se han planteado en filosofía y los enunciados que conforman presuntamente este saber constituyen seudoproblemas y sinsentidos, y ello debido al desconocimiento de los mecanismos que rigen la dinámica del lenguaje.

En las Investigaciones filosóficas, dejará esta sentencia: «La filosofía es una lucha contra el embrujo de nuestro entendimiento por medio de nuestro lenguaje» (Wittgenstein, 2002, p. 123). En esta obra, la filosofía sigue siendo una actividad, aunque ahora encaminada a revelar lo que Wittgenstein llama «gramática profunda» de las expresiones lingüísticas, una tarea que desbarata cualquier intento de elaborar teorías filosóficas, pues el quehacer filosófico antes que resolver problemas, sencillamente, los disuelve. No son respuestas las que esta labor proporciona, sino que su ejercicio –siempre de carácter esclarecedor– las hace superfluas al mostrar la inexistencia de verdaderos problemas filosóficos. En algún pasaje, dirá que la filosofía «(…) [d]eja todo como está» (Wittgenstein, 2002, p. 129).

En ambos casos, constituye esta una visión que arremete contra toda una tradición: aquella forjada desde la lejana Grecia, con Sócrates, Platón y Aristóteles; aquella misma que atravesó el medioevo de la mano de Tomás de Aquino, para llegar a la modernidad con Descartes, Hegel y Kant, tradición esta que concebía la filosofía como un saber que debía contener principios fundamentales y verdades definitivas, y que se encaminaba con paso seguro hacia su cabal consecución. Fue Wittgenstein uno de los pensadores que agrietó esta confiada certeza.

Claro: la paradoja es que la fórmula establecida por Wittgenstein (en cualquiera de sus dos etapas) no deja ser una definición de la filosofía, y por tanto una definición más. Pero lo valioso de esta propuesta, tal como puedo ver la cuestión, es que ella se aleja de aquella perspectiva tradicional que a lo largo de la historia occidental ha concebido a la filosofía como un tipo de saber esencial, una de las más altas creaciones de la razón humana, un tipo de conocimiento ejemplar capaz de proporcionar las claves de la existencia y conducir al hombre por el recto camino de la sabiduría, la felicidad plena y el progreso. Nada de esto se podrá hallar en medio de las reflexiones de Wittgenstein: la suya es una concepción que reconduce a la actividad filosófica al suelo de lo mundano y la sitúa en un plano en que se la pueda ver como cualquier otro quehacer. Alguna vez, dijo: «Un filósofo no debería gozar de más prestigio que un plomero».

Terminando de escribir este texto, recordé una definición, nada técnica ni formal, formulada por Georges Sorel, filósofo francés inclasificable, quien nos deja este aserto acerca de la filosofía que constituye, a mi juicio, la que podría una de las imágenes más inquietantes que se hayan forjado sobre ella: «Pero, acaso, después de todo, la filosofía no es sino el reconocimiento de los abismos entre los que se halla el sendero que sigue el vulgo con la serenidad de los sonámbulos» (1973, p. 15).

Tomando pie en esta definición, en efecto, lo que al parecer han tratado de hacer los filósofos es eso: aproximarse a aquellos ámbitos problemáticos del universo humano que son ignorados por la mayor parte de los seres que transitan por esta enigmática existencia, sin saber que, precisamente, estos aspectos puestos de lado en el cotidiano discurrir de la vida son los que definen la condición humana y su búsqueda de respuestas y contienen la medida de nuestra grandeza y también de nuestras miserias.

Es también esta una perspectiva más; una respuesta más. Y, casi está de más decirlo, en ningún caso la definitiva.

¿Qué es la filosofía? Menuda pregunta… Acaso aquí   –para terminar mencionando al personaje que suscitó este post– venga a cuento consignar lo que Wittgenstein formuló en el último aforismo del Tractatus: «De lo que no se puede hablar hay que callar» (2010, p. 132).

*Este post es una colaboración de José Antonio Tejada Sandoval, docente del Departamento de Estudios Generales de la Universidad Privada del Norte.

Referencias

Sorel, G. (1973). Reflexiones sobre la violencia. Buenos aires: La Pléyade.

Wittgenstein, L. (2002). Investigaciones filosóficas. Barcelona: Crítica.

Wittgenstein, L. (2010). Tractatus logico-philosophicus. Madrid: Alianza Editorial.

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