Sabato o la sabiduría de un francotirador

Sabato o la sabiduría de un francotirador

Lanzado ciegamente a la conquista del mundo externo, preocupado por el solo manejo de las cosas, el hombre terminó por cosificarse él mismo, (…) empujado por los objetos, títere de la misma circunstancia que había contribuido a crear, el hombre dejó de ser libre, y se volvió tan anónimo e impersonal como sus instrumentos. (…) Ha ganado el mundo pero se ha perdido a sí mismo.

Ernesto Sabato, El escritor y sus fantasmas.

En los laboratorios Joliot-Curie, en París, un desconocido joven argentino realizaba sus prácticas en el campo de la física de partículas. Era 1937, y Bernardo Houssay, quien más tarde sería el primer latinoamericano en recibir el Premio Nobel de Medicina, impresionado por su talento, había logrado que se le otorgara una beca para seguir estudios allí. Con frecuencia llegaba al mediodía, y con un sopor cuyo origen nadie sospechaba, disciplinadamente se aplicaba a seguir los protocolos propios de la investigación experimental, embarcado como estaba en un estudio sobre rayos cósmicos. Aquella mirada fatigada tenía una explicación: por las noches, aquel joven inquieto acudía al célebre Le Café du Dome a discutir sobre poesía, a conversar sobre el misterio de la vida y a embriagarse con los surrealistas. De día transitaba por los senderos del pulcro método científico; de noche buceaba en las profundidades abisales de la metafísica y los enigmas de la creación.

Ese joven se llamaba Ernesto Sabato y estaba a punto de sufrir una crisis existencial desencadenada por la contemplación del fracaso espiritual de la civilización occidental, que lo conduciría a efectuar un balance radical de su propia vida.

El quiebre llegaría en 1938. Abandonaría París, y luego de permanecer a duras penas un tiempo más en Estados Unidos, en el Massashusetts Institute of Technology, adonde había sido trasladada su beca, Sabato renunció a la ciencia, convencido de que el mundo estaba situado en una encrucijada a la que había sido llevado por la adoración de la eficacia tecnológica, por el culto de la materialidad desmesurada y la creciente eficacia práctica, por aquella concepción que se rinde ante las moles cada vez más grandes de vidrio y acero, y persigue con afán incesante y voraz la virtual multiplicación al infinito del rendimiento económico, a costa del extrañamiento del ser humano en una realidad solo descifrable para una capilla de expertos que asumen el control tecnocrático armados de instrumentos de control de sofisticación inhumana y abstracciones teóricas ajenas al mundo que vemos y oímos. Apostado frente a este panorama desolador, y ante el desconcierto de sus mentores, decidió abandonar la física para siempre y enfrentar a los fantasmas que habitaban su espíritu: desde ese momento, dedicaría su vida a exorcizarlos a través de la escritura.

Sabato, su esposa y su pequeño hijo marcharon a un rancho en las sierras de Córdoba. El incipiente escritor había decidido dejar atrás para siempre la ciencia y su impoluto lenguaje matemático, aquella «clara ciudad de las torres» en que había estado refugiado, creyéndose a salvo de la imperfecta contingencia de las vicisitudes humanas, para enrumbar al incierto territorio de la creación literaria, siguiendo un profundo mandato que lo impelía a guardar «fidelidad a su condición humana» (Sabato, 1980, p. 14). Allí, apartado casi de todo y de todos, sin luz eléctrica ni agua corriente, en una casa cuyas ventanas no tenían vidrios y enclavada en un paraje que soportaba temperaturas bajo cero, escribió su primera obra, Uno y el universo. En este  ensayo, publicado en 1945, que le valdría la concesión de un importante premio en su país, Sabato advertía acerca del naufragio de nuestra civilización, entregada a una devoción enfermiza hacia la ciencia y su imponente poderío transformador. Dejaba dolorosamente plasmada, en aquellas líneas, su cosmovisión sobre la base de breves entradas temáticas, ordenadas alfabéticamente, referidas a aspectos de significación vital que reflejaban con crudeza su desconsuelo ante un mundo adorador de la máquina, el dinero y el desbocado y unidimensional progreso tecnológico.

El escritor argentino no cejaría en el empeño de lanzar advertencias y reconvenciones al menguante mundo contemporáneo: los sótanos del alma humana retratados en su oscuro mundo ficcional, tanto como la sagaz ironía de su prosa unida a la agudeza del diagnóstico de los males terminales que arrastra el hombre, convertirían su obra total en documento vivo del final apocalíptico de un marco civilizatorio que buscando la paz, la verdad y el progreso, ha terminado levantando un laboratorio planetario para la autodestrucción de la especie.

En 1951, dio a conocer Hombre y engranajes, el «diario de una crisis (…), reflejo del derrumbe de la civilización occidental en un hombre de nuestro tiempo» (Sabato, 1973, p. 9), pero en cuyos pasajes finales, a despecho del tono oscuro que domina el texto, destella una lánguida lumbre de esperanza. Un año después, publicaría Heterodoxia, compendio de reflexiones dispersas que emergen desde el abismo de sus obsesiones, y obra que contiene también esporádicos acercamientos a algunos importantes aspectos de la ficción literaria y al laberinto de su propia experiencia creativa en el universo de la novela, temas a los que Sabato retornaría para tratarlos con más detalle años después, en 1963, a través de El escritor y sus fantasmas.

Antes, en 1948, durante su segunda estancia en París, adonde llegó para desempeñar un cargo en la UNESCO, había dado a la estampa una novela emblemática, de tono existencialista, hoy considerada ya de culto, a través de cuya historia Sabato expresaría su inquietud frente a la miseria espiritual de las relaciones humanas y su desconfianza ante el lenguaje por las escasas posibilidades de tender puentes de auténtica comunicación que parece ofrecer. Aquel libro era El túnel, una de las tres únicas novelas  –las otras son Abbadón el exterminador, y Sobre héroes y tumbas– que escribiría a lo largo de su vida. El túnel no sólo obtuvo premios a nivel internacional, sino que fue aclamada por Albert Camus, quien refiriéndose a la obra, a través de una carta enviada a su autor, ensalzó sus virtudes: «(…) me ha gustado mucho la sequedad y la intensidad. He aconsejado a Gallimard que la editen, y espero que “El túnel” encuentre en Francia el éxito que merece». (Sabato, 1999, p. 101). Thomas Mann, el autor de obras memorables como Los Buddenbrook y La montaña mágica, en un pasaje de sus diarios también hubo de mostrar su admiración por aquella maestra narración.

El protagonista de la historia, Juan Pablo Castel, un pintor devorado por una ansiedad neurótica en busca de respuestas esenciales, asesina a la única mujer que acaso lo hubiera podido entender. Un profundo pesimismo es la atmósfera bajo la cual se desenvuelve la trama en que este pintor desajustado, sin capacidad para la vida, presa de una soledad que desborda su plano concreto para adquirir dimensión metafísica, se erige en la cifra que encarna el absurdo existencial que acaso defina el destino del hombre, condenado a recorrer extraviado un mundo hostil, sin posibilidad de establecer vínculos reales de comunicación con sus semejantes. En el que acaso sea uno de los pasajes más vibrantes de la novela, dice Castel:

(…) en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles. (…) Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella siempre vivía afuera su vida normal, la vida agitada que llevan esas gentes que viven afuera, esa vida curiosa y absurda, en que hay bailes y  fiestas y alegría y frivolidad. (Sabato, 1972, pp. 145-146)

Este aislamiento y el desesperado intento del personaje de encontrar a alguien con quien compartir su desprecio por un mundo que se solaza en la podredumbre moral y la barbarie, es el reflejo en el terreno de la ficción de aquella denuncia de la debacle espiritual en que nos debatimos, formulada con angustiante insistencia por el autor de El túnel en su obra ensayística.

Esta bancarrota de la civilización Sabato la ve asomarse desde los lejanos tiempos del Renacimiento.

Acudiendo a ideas formuladas años antes por el filósofo personalista Nicolás Berdiaeff,  sostiene Sabato, en un pasaje de Hombres y engranajes (1973, p. 17; 89), que el Renacimiento desembocó en tres grandes paradojas. Alentando el individualismo, terminó en la masificación, que transforma al hombre en una cifra estadística; promoviendo y dando cabida en su seno al humanismo, no produjo sino deshumanización y favoreció el apogeo de la abstracción matemática como medio ejemplar de estudiar la realidad; y buscando dar cabida al sano desenvolvimiento de un naturalismo que pretendía sacudirse los hierros teológicos y liberar las fuerzas creativas humanas, terminó en el dogma del maquinismo. En un  escenario como este es donde se inician los grandes males que azotan nuestra cultura y merced a los cuales el mundo atraviesa la crisis que encarna en el ansia desmedida de control del entorno, y en la idolatría rendida al conocimiento científico y al poder tecnológico que aquel hace posible.

En Apologías y rechazos, Sabato presentaría la imagen multidimensional, contradictoria, casi salvaje, de una figura emblemática del Renacimiento, Leonardo Da Vinci, un buscador obseso, empeñado en comprender al hombre y a la naturaleza, y persuadido de poder dar cima al propósito prometeico de desentrañar el  misterio de la vida. Se trata del símbolo de aquellos tiempos en que el hombre abrazaba el convencimiento de estar a punto de substituir al creador mismo, y, a través del conocimiento científico, lograr enseñorearse del mundo para someterlo a sus designios. A pesar de todo, el gran Leonardo Da Vinci poco antes de morir había de registrar en su diario una frase en que rendiría sus armas ante el enigma esencial de este mundo: «No se debe desear lo imposible» (Sabato, 2001, p. 24).

Esta deslumbrante etapa de la historia despunta, pues, bajo el signo del desgarro: el suelo sagrado de creencias que organizaba la vida del hombre medieval se derrumba con el golpe asestado por el «semidiós renacentista» que, aun armado de una confianza desbocada en la fuerza de la razón y en la sabia guía de la experiencia –soportes de la ciencia experimental naciente–, por momentos titubea –como Leonardo al final de su vida– ante el enfrentamiento con el inquietante y eterno enigma del sentido último de la vida. Con todo, la tendencia que habrá de imponerse es aquella que se dirigía hacia el dominio de la naturaleza, con los catastróficos efectos que empeño semejante traería aparejados. Se trata de una etapa histórica crucial, según Sabato, para comprender el rumbo que tomó nuestra civilización desde entonces, y en cuyo seno la razón y el dinero, dos potencias amorales, pero que adquirieron una centralidad singular en este contexto, convertidos en los verdaderos motores de nuestra civilización, arrastrarían  a la humanidad a los oscuros tiempos del reinado de la eficacia tecnológica y la cruda optimización económica.

La ciencia ahora es un tinglado enorme de abstracciones matemáticas y compartimentos teóricos superespecializados cada vez más lejos del hombre.

El mundo, un conjunto de seres cosificados; ya solo engranajes de una descomunal maquinaria anónima.

El hombre, un soberbio aprendiz de demiurgo que ha devenido esclavo de su monstruosa creación tecnológica.

Este es, en suma, el balance que Ernesto Sabato venía anunciando desde hace 80 años. Hoy sabemos, y quizá sea tarde ya, que no estaba equivocado.

Hace seis años, el 2011, amigos, círculos intelectuales y admiradores de su obra, le preparaban un homenaje por sus cien años. Pero el tiempo no alcanzó. Ernesto Sabato, el «francotirador solitario» (1991, p. 72), el crítico feroz de estos sombríos tiempos de idolatría tecnológica, entregado al recuerdo de Matilde, su esposa, y de su querido hijo Jorge, ausentes ya para siempre, moría en su casita de Santos Lugares, casi dos meses antes de cumplir un siglo de vida. Había nacido el 24 de junio de 1911.

*Este post es una colaboración de José Antonio Tejada Sandoval, docente del Departamento de Estudios Generales de la Universidad Privada del Norte.

Referencias:

Sabato, E.  (2001). Apologías y rechazos. Bogotá: Planeta Colombiana.

________  (1999). Antes del fin. Buenos Aires: Seix Barral.

________ (1991). Entre la letra y la sangre. Conversaciones con Carlos Catania. Buenos Aires: Seix Barral.

________ (1980). Uno y el universo. Buenos aires: Sudamericana.

________ (1973). Hombres y engranajes. Heterodoxia. Madrid: Alianza Emecé.

________ (1972). El túnel. Buenos Aires: Sudamericana.

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