Mascotas: mucho más que los mejores amigos

In memoriam de mi amigo Jóker

mascotas: mucho más que los mejores amigos

Era el 23 de octubre, nunca lo olvidaré. Para mí, ningún día es rutinario. Siempre hay algo nuevo por aprender, por observar y por conocer. Sin embargo, nadie puede estar listo cuando el destino de lo funesto toca la puerta de tu hogar para arrancarte un pedazo de ti y eso fue precisamente lo que sentí aquella noche cuando vi a mi querida mascota, un cruce de pastor alemán con beagle, desfallecer frente a mí. Había salido raras veces solo; otras y como de costumbre, acompañado, pero aquel día no me pude imaginar que aquella despedida que tuvimos los dos por la mañana iba a ser la última de todas.

En mi casa, cuando traje por primera vez un perro, mi madre me dijo que no teníamos el espacio suficiente como para tenerlo o porque sufría de asma debía ser más considerada con mi situación alérgica y evitar polvos, pelusas y mascotas. Más temprano que tarde aceptaron a mi mascota o mejor dicho él se los ganó a todos: era gracioso, juguetón y terco; definitivamente, en menos de ocho semanas ya todos estábamos familiarizados con mi perrito y sus travesuras.

Él llegó a mí porque me lo ofrecieron y yo lo adopté. Me hicieron escoger entre varios cachorros y cuando vi entre varias fotos una en particular llamó mi atención, aquella cruz negra tan peculiar que tenía en la frente me llamó la atención. Pasaron los meses y esa cruz desapareció. Cuando comenzó a agarrar cuerpo nos dimos cuenta que iba a ser de un tamaño más grande de lo habitual. ¡El perro que llevé a mi casa era de raza grande! Me lo confirmó el veterinario y yo lo llevaba a sus controles y recibió todas sus vacunas. Justo al año de vivir con nosotros, yo salía a correr por las mañanas junto con él. Terminaron las vacaciones y en mi ausencia mi familia se encargaría de él. Cada vez que yo llegaba de trabajar, había alguna novedad de lo que hizo mi pequeño y a la vez grande cachorro.

La mañana del martes, el día en que como nunca aulló, no pensé que sería la última. Ese día por la noche, luego de mis clases, me estuve preparando para una presentación que iba a tener al día siguiente como moderadora de un evento en la universidad. Llegué a mi casa a eso de las 9 de la noche y mi madre me dio la noticia que mi mascota había salido por la tarde noche, mientras hacían unas instalaciones de puerta corrediza en el patio de mi casa, y aún no regresaba. Una ocasión -no les conté- mi perro tardó en regresar por perseguir a una hembra. Volvió a la mañana del día siguiente. Esta vez sería lo mismo -pensamos- así que preocupados tanto no estábamos. Subimos para acostarnos y de repente oí el timbre de mi casa. Tocaban estruendosamente la puerta principal, mi mamá entró a mi habitación y me dijo que los vecinos habían tocado, que Jóker había sido envenenado.

Me alisté lo más rápido que pude para ir al encuentro de mi perro. Él yacía tendido y varios muchachos lo rodeaban, estaba convulsionando por el veneno que había ingerido e intentaban salvarlo. Le dieron leche, le hicieron tragar aceite y por todos los medios procuraban reanimarlo. Llamé inmediatamente a la veterinaria, pero no me contestaba, era ya casi medianoche. Igual lo colocamos en la maletera del auto para trasladarlo. En ese momento, uno de nuestros vecinos dijo: “¡hay otro más!, ¡está convulsionando!, ¡lleven a los dos!”. Yo no lo podía creer. Lo subimos también y nos dirigimos a la veterinaria más cercana. Pese a que las luces estaban prendidas no nos abrieron y fuimos en busca de otra. Identifiqué en mi celular otra veterinaria cercana y felizmente me contestaron.

Nos tomó alrededor de siete minutos llegar ahí. Les adelanté que íbamos con dos perros envenenados y era necesario que nos esperasen listos. Un joven nos esperaba en la puerta cuando llegamos. Los bajaron de inmediato pero ya era tarde: los dos habían muerto en el trayecto. Mi perro yacía inmóvil y la otra perra estaba con los reflejos al aire y daba la impresión de seguir aún con vida. Murieron camino a la segunda veterinaria y  nuestra esperanza de poder salvarlos se desvaneció. La dueña de la otra mascota, una vecina mía a la que por cierto recién conocía, lloraba desconsolada. Fueron cuatro años que la tuvieron, fue una perrita rescatada por lo que me comentó. Ella no paraba de llorar, nunca la sacaba sola -me contó. Su hermano salió a pelotear ese día y con él también su mascota.

En ese instante no lloré, pero me sentía profundamente apenada. En mi caso, Jóker era mi primera mascota y lo tuve por mucho tiempo. Decidimos enterrar a nuestros perros juntos en el parque principal de nuestro vecindario, el que se encuentra justo frente a nuestras casas. Algunos chicos que todavía se quedaron ahí hasta nuestro regreso nos ayudaron a conseguir lampas y picos. No sé cuánto tiempo había pasado, pero ya habían comenzado a cavar y la gente estaba ahí reunida; otros salían y nos veían desde la ventana de sus casas. Aquella madrugada no pude dormir, era como un sueño, sentía cómo mi corazón se estrujaba de dolor y de rabia. Entré a mi casa y comencé a llorar todo lo que no había llorado.

Definitivamente, fueron varios los factores por los cuales este suceso me afectó. Se trataba de mi primera mascota, la forma terrible en que murió y también esa relación de “hijoperro” que tuve con él. Aquella mascota muy engreída por mí y compartí con ella muchos momentos de mi vida porque es un cariño especial el que uno tiene por su mascota. Tal vez más por ser hija única o por el simple hecho de que al adoptarla ya forma parte y es un miembro más de tu familia. ¿Quién no tiene una mascota a la que quiere tanto? ¿Quién no tuvo una mascota a la que amó y a la que ahora recuerda con nostalgia y mucho cariño? Pues, a decir verdad, hasta que no hayas amado a un animal, una parte de tu alma seguirá aún dormida.

*Este post es un testimonio de Evelyn Rondón Jara, docente del Departamento de Humanidades de la Universidad Privada del Norte.

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