La promesa de la globalización y el 2017
El 2016 concluyó haciendo evidente una vez más que ese proceso que conocemos como globalización enfrentaría nuevamente un entredicho, quizás mayor a cualquier cuestionamiento previo: tanto el Brexit como la llegada al poder en los EE.UU. de Donald Trump, ambos a través de una retórica a favor del proteccionismo y denunciando distintos acuerdos de integración (sea provocando una salida de la Unión Europea en un caso, o anulando y/o cuestionando acuerdos y promoviendo restricciones al movimiento migratorio en el otro) evidencian que cualquier malestar generado o achacado a la globalización, ya sentido y vivido previamente en países en vías de desarrollo, ha encontrado eco y posibilidad electoral en Norteamérica y Europa.
La globalización en sí misma no es buena o mala: es un proceso, quizás inevitable pero no necesariamente irreversible, que promete bienestar de largo plazo pero que genera fricciones en tiempos inmediatos, que mal atendidas ocasionan malestar. ¿Cómo entender sino el reclamo, evidenciado en los votos a favor de Trump, de la poblaciones concentradas en el viejo cinturón industrial norteamericano, hoy bastante venido a menos frente a la competencia industrial asiática? Puede que Trump no sea la solución a sus problemas, pero su mensaje contra el libre comercio hace sentido en tales audiencias.
Es interesante cómo tendemos a considerar el tiempo presente, en muchos aspectos, como la “instancia última” del desarrollo. Puede que tecnológicamente lo sea, pero lo cierto es que en aspectos sociales esto no se condice. En los años previos a la Primera Guerra Mundial (y que son recordados con el muy descriptivo apelativo de “Belle Époque” – algo así como “La Edad de la Inocencia”- no había conciencia real de lo nefasto que podría ser un conflicto bélico con características industriales y conscripción masiva) la internacionalización de las relaciones económicas y los flujos de inversión, las migraciones y la existencia de un canon común como el “Patrón Oro” coincidían con un grado de globalización que no se repetiría hasta prácticamente fines del siglo XX.
No es la primera vez que esto ocurre. Podríamos remontarnos a los tiempos inmediatos posteriores a la segunda revolución industrial: la ruptura de la Inglaterra victoriana con el mercantilismo y la apertura de sus mercados, promovida desde el interés de los primeros industriales y las casas financieras londinenses; ese impulso globalizador generó una caída pronunciada en los precios de productos agrícolas, creó grandes oportunidades para países como la Argentina (otrora conocida como “el granero del mundo”), pero también colocó en situación vulnerable a tantos otros campesinos, primero ingleses y después europeos, que se vieron de pronto incapaces de competir con el grano importado de las Américas: el germen de los movimientos sociales de principios de 1,900 se encuentra en los abusos que se cometían entonces en las fábricas, pero antes incluso en estos efectos globalizadores no deseados.
Intentar ir en contra de la globalización parece no tener sentido: las restricciones artificiales al comercio generan una falsa ilusión de competitividad, distorsionando precios y obligando a la sociedad a pagar el sobreprecio de tales subsidios, muchas veces a cambio de productos de una calidad inferior. Como apuntaba el profesor Joseph Stiglitz, pareciera que el problema no es la globalización en sí misma, sino la forma como gobiernos y otras instituciones supranacionales encaran el proceso y su gestión, algo que él mismo describía ya en 2001 en El malestar de la globalización, pero que en sus palabras en 2016 pareciera, lejos de mejorar, haber acelerado. Quizás sea que la globalización es una opción, como señalaba el profesor Jeffry A. Frieden, promovida conscientemente por gobiernos apuntando a los beneficios de reducir las trabas a la inversión y el comercio, pero que requieren acción conjunta, acuerdos y apoyo local para sostenerse.