El oro de Cajamarca o el descrédito de la conquista

el oro del perú wassermann estudios generalesJakob Wassermann, novelista alemán, autor de obras de primer nivel, entre las que se cuentan El hombrecillo de los gansos, Caspar Hauser y Golowin, publicó, en 1923, El oro de Cajamarca, breve novela histórica que en tono impugnatorio recoge los trágicos sucesos de la conquista española y la destrucción del imperio de los incas.

Nacido en Fürth, Baviera, en 1873, vivió lo suficiente para ver sus obras prohibidas y quemadas por las hordas nazis, aun cuando solo vio los primeros destellos malignos que Hitler y su oscura ideología irradiaban, pues murió en 1934, un año después del ascenso al poder del nacionalsocialismo y de la anexión de Austria maquinada por aquel oscuro canciller. Su lucidez le permitió entrever el advenimiento del infierno del racismo ario. Señales de esta preocupación se pueden identificar en Mi camino como alemán y judío, obra publicada en 1921, cuando el desvarío del ideario nazi aún no se manifestaba con la virulencia con que posteriormente irrumpió en el panorama político alemán, algo que no impidió a Wassermann llevar adelante una exploración de su condición de judío frente a lo que él sin ambages llama el «odio alemán».

La obra de este escritor ahora casi desconocido fue elogiada por un titán de las letras universales y alemán como él: Thomas Mann, autor de una obra fundamental del siglo XX, La montaña mágica, y a quien le fuera otorgado el Premio Nobel de Literatura en 1929. «Wassermann es la estrella mundial de la novela», señaló en alguna ocasión Mann, quien no dudó, asimismo, en considerarlo un escritor de talento excepcional. Y Henry Miller, años más tarde, de su novela El caso Maurizius dijo que, con renovado interés, la había leído una y otra vez.

El oro de Cajamarca es la narración hecha por el monje de clausura Domingo de Soria Luce, uno de los secuaces de Pizarro y uno de los trece que decidieron cruzar aquella línea que el conquistador trazó en la legendaria Isla del Gallo para instar a quienes desearan hacerse ricos seguir con él hacia el sur, en busca de aquellas míticas tierras en donde el oro abundaba y la felicidad para los invasores –sedientos de oro y poder–, por tanto, estaría asegurada.

La condición desde cual relata la historia de la conquista y la destrucción del Tawantinsuyo el otrora miembro de la horda española es la del remordimiento por haber formado parte de una expedición criminal, que actuaba (como en el Congo lo hizo el imperio belga; o, más recientemente, en Vietnam, el racismo norteamericano) con sanguinaria impunidad. La decisión de Domingo de Soria de recluirse en una abadía por el resto de sus días es, justamente, la manera en que el antiguo caballero trata en alguna medida de expiar sus culpas. Y el relato sentido e inculpatorio de los bárbaros sucesos de los que fue parte activa con retorcido entusiasmo forma parte de ese camino de vuelta hacia la parte noble que aún perdura en él con el propósito de hacer la crónica de la carnicería hispana.

Jakob Wassermann a través de esta novela deja expresada una amarga reconvención a la voracidad depredadora de la cultura occidental. Y nos ha dejado con este corto relato un motivo noble para reflexionar no solo sobre el rumbo que ha seguido la civilización que en nombre del dinero y el poder no ha vacilado en destruir inmisericordemente a aquellas comunidades a las que no ha podido aceptar en su diferencia, sino que, en esa misma mirada impugnadora del avasallador empuje del hombre blanco, deja también con hiriente sutileza la sospecha de que acaso la misma humanidad sea un experimento fallido. Este mundo, este planeta, la tierra en que vivimos tal vez no sea, como lo había postulado otro alemán, filósofo de la modernidad, Gottfried Leibniz, «el mejor de los mundos posibles». La reflexión que el personaje principal de esta oscura historia formula, partiendo de un hecho histórico abominable, adquiere una dimensión más profunda, de evidente registro metafísico, al otear más allá, en el destino cósmico del hombre, quizá desagraciado y encaminado ineluctablemente al fracaso definitivo. Y es así como Domingo de Soria Luce, rehén de los nefastos recuerdos, con la conciencia desgarrada por haber tomado parte en la destrucción de un pueblo, arrepentido de haber sido uno de aquellos que como una horda de bárbaros, enceguecidos y envilecidos por la miserable codicia del oro, llevaron el dolor y la muerte al imperio de los incas, termina su conmovido relato así:

«Yo vi la muerte en todas y cada una de la formas que adopta sobre la tierra; yo vi caer amigos, desplomarse líderes y extinguirse pueblos; yo vi la inconstancia de la muerte y la estafa de la esperanza, y degusté el poso amargo de cada bebida y el veneno escondido en cada comida, y sufrí la discordia entre comunidades y la necesidad de los iluminados y el cruel e impasible paso del tiempo sobre esta tierra repleta de dolor, y reconocí la futilidad de toda posesión y la eternidad de todo ser y me colmó el anhelo de un astro mejor en el que el soberbio sol ardiera más puro y poseyera un alma más noble.
Este, en el que vivo, quizá ha sido rechazado por Dios» (Wasserman, 2010, p. 109).

Desesperanzado final que, en buena cuenta, traduce la desconfianza en la razón y en su capacidad para crear un mundo mejor. Se trata, pues, de un llamado de atención –uno más– hacia la desbocada empresa que la cultura occidental emprendió en la modernidad al enarbolar las banderas del progreso, en pos del cual no se vaciló en arrasar civilizaciones como la inca, y emplear la tecnología para tratar de imponer a través del terror modelos de vida depredatorios y excluyentes a sociedades ajenas al circuito cultural de los pueblos con vocación colonialista.

Un librito como El oro de Cajamarca, a despecho de su brevedad, nos recuerda que la codicia, el desmesurado afán de poder y la intolerancia que se conjugaron de modo brutal entre quienes trajeron la muerte y la destrucción a estas tierras, lejos están de haber desaparecido o incluso atenuado. Más allá de su valor estrictamente literario, que se desprende del ritmo de la narración, intenso y sobrecogedor, la obra de Wassermann exhibe uno de otro tipo: la vigencia de su mensaje que, en medio de su melancólica desconfianza en el hombre, también expresa, después de todo, el honesto deseo de construir un futuro mejor para nuestro mundo.

*Este post es una colaboración de José Antonio Tejada Sandoval, docente de la Facultad de Estudios Generales de la Universidad Privada del Norte.

Referencias:
Wassermann, J. (2010). El oro de Cajamarca. Barcelona: Navona Editorial.

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