El peso de las habilidades blandas

Pasan unos años desde que terminas la universidad y una tendencia comienza a hacerse evidente: no todos quienes tuvieron las mejores notas cuando alumnos (sobre todo en cursos y evaluaciones que privilegian la memoria), obtienen siempre los mejores puestos de trabajo; y en paralelo, algunos compañeros de estudios que no fueron precisamente los más descollantes en sus calificaciones, alcanzan cuotas de liderazgo y responsabilidad que, visto superficialmente, parecían reservadas para los más destacados “académicamente hablando”.

Vale aquí una aclaración: “académicamente hablando” es un rótulo engañoso. En las escuelas de formación más tradicional, el enfoque está concentrado en habilidades técnicas y conocimiento “puro y duro” apuntando a “producir” solo mano de obra para la industria. En un entorno de formación más moderno, como el nuestro, ese saber y esas habilidades operativas se consideran insuficientes si no van acompañadas de una actitud apropiada frente al mundo (del conocimiento) y de una batería de habilidades particulares, un poco difusas si se quiere, que hemos dado en llamar “habilidades blandas”: liderazgo, empatía, capacidad de negociación, tolerancia al fracaso, resiliencia, trabajo en equipo, por citar las más comúnmente mencionadas.

Asaltan varias interrogantes al respecto: ¿naces con el don o te puedes entrenar en ellas?; si lo creemos posible: ¿cómo me entreno?; ¿por qué son blandas? (esto me lo he preguntado muchas veces: algunas son más complejas de desarrollar que las habilidades duras del análisis cuantitativo, al menos para algunos individuos entre los que me encuentro…); ¿no sería idóneo hacerlo todo a la inversa y formarnos más en ellas y menos en las técnicas/duras? (un punto de vista disruptivo, muy interesante y de muy curiosa perspectiva: una futura entrega será sobre esa hipótesis); finalmente: ¿cómo las medimos?

El nombre “soft” no parece hacerles justicia: particularmente, me cuestioné su importancia hasta que me tocó vivirlo ya no como exalumno, sino como docente: día a día me topaba con alumnos brillantes, pero dotados de pocas habilidades interpersonales, a los que había que motivar y empoderar para que sean capaces de compartir sus agudos análisis y observaciones. Y, ¡cómo no!, alumnos que sin ser los más destacados bajo el enfoque clásico de las calificaciones, ostentaban luego verdadero talento para desenvolverse profesionalmente, obteniendo buenos puestos, ascensos oportunos, y evidenciando, además, marcadas cuotas de liderazgo.

Cualquier prejuicio para con estas habilidades queda derribado ya no solo con evidencia empírica, sino con estudios de base científica. De entre ellos, quizás los más conocidos fueron los encabezados por Daniel Goleman, profesor de la Universidad de Harvard y autor de Inteligencia Emocional, un esfuerzo académico y organizado para correlacionar los resultados empresariales y los rasgos de determinadas habilidades blandas entre ejecutivos de 200 empresas globales. A ese primer estudio de fines de los noventa, siguió después otro con 3,000 altos directivos, siempre de empresas globales, para determinar los distintos perfiles de liderazgo y su apropiada aplicación según las circunstancias organizacionales.

Como señala Goleman, “conforme vas escalando posiciones en un organigrama, es cada vez mayor la cantidad de tiempo invertido en movilizar, comunicar y negociar con otras personas, frente a la aplicación de habilidades técnicas”. Bastante claro. Vale la pena enfocar parte de nuestra formación en ellas.

¿Quieres conocer más sobre los estudios de Daniel Goleman? Aquí un enlace a su artículo clásico, ¿Qué hace un líder?, aparecido en Harvard Business Review en 2004:

https://hbr.org/2004/01/what-makes-a-leader
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