Nueva Esperanza: una manera singular de recordar a los muertos

nueva esperanza: una manera singular de recordar a los muertos

Son las 7 a.m. del 1 de noviembre en Lima y me encuentro viajando en la línea 41 hacia el segundo campo santo más grande del mundo: el cementerio Nueva Esperanza del distrito de Villa María del Triunfo.

Como cada año, en el Día de los Muertos la concurrencia al cementerio es multitudinaria, pues en este lugar se encuentran sepultadas personas oriundas en su mayoría de las provincias; sus familiares llegan con el fin de rendirles homenaje con las tradicionales maneras que cada provincia posee. Es así como los cerros de polvo y arena se recubren de alegría y color desde las ofrendas más austeras hasta bandas musicales que tocan melodías del ande profundo haciendo danzar a los deudos sobre las tumbas de sus seres queridos. Sin lugar a dudas, una actividad que se convierte en un acontecimiento presto a ser descrito por medio del actuar de sus participantes.

Al ingresar al cementerio, recorro el terreno mientras saco mi equipo fotográfico de la mochila, observo lado a lado y hay diversas actividades, danzas, vestimentas y maneras de congraciar al difunto. “Esto no es Lima; esto es el Perú”, afirmo. Un lugar donde prima la multietnicidad, pues gringos, cholos, mestizos, negros y cobrizos son los protagonistas. No se trata de la descripción de un pedazo de vida común y contemporánea; se trata de entender y reconocer la ecología que envuelve la situación en la que me hallo.

nueva esperanza: una manera singular de recordar a los muertos

Luego de recorrer el lugar por cerca de una hora, empiezo a fotografiar. Capturo lo que considero relevante a documentar: espacios empedrados en la cima de los cerros donde los deudos gozan de la mejor vista del cementerio; personas que pintan y restauran criptas a cambio de una propina; danzantes que, a pedido de la familia visitante, no dudan en mostrar su arte al compás del chirriante violín. Aprovechando el contexto, busco hacer cada fotografía desde dentro -no pretendo pasar desapercibido e ir robando imágenes-, por ello pido permiso, nadie se niega, les gusta, se sienten relevantes, pues les emociona imaginar ser parte del reportaje del fin de semana. “¿Para qué medio trabaja?”, preguntan.

Etnográficamente hablando, es imposible no ser receptor de la información (visual y sonora) que la gente emite. Como parte de un colectivo social es casi imposible no contagiarse de la dicha y buena fe de los actantes, cuyas acciones festivas no sólo operan a nivel de imagen, sino también de maneras de pensar que activan en mí ideas respecto a su determinada visión de vida. Aunque mi cámara -y quizá mi apariencia- hace que los protagonistas me perciban como alguien que no pertenece a la celebración, en este aquí y ahora todos somos parte del mismo espacio, pisamos el mismo terreno, ellos con una idiosincrasia y yo con el respeto y consideración a ella, con mi interés en entenderla y poder representar por medio de mi fotografía sus perspectivas, sus hábitos, sus costumbres; es decir, todo aquello que tenga que ver su creencia y cosmovisión.

De mi parte, instauro toda interacción posible, desde la más simple como entablar una plática hasta danzar o beber con ellos. Luego de dos horas de registro documental y de manifestar mis ansias en conocer más de la celebración, los flujos de interacción al fin logran su cometido; una madre –quien me contaría después que el difunto fue su esposo- me sonríe y me ofrece un vaso de chicha, por ello reparo, asiento, y luego de agradecer la deferencia, reposo en una roca junto a la familia… si recuerdo a Durkheim, la interacción que acabo de mencionar no es más que un rito positivo, el mismo que fortalece la relación entre actor y receptor, de forma más clara: ellos son los actores que emiten una señal de interés al compartir algo conmigo; ergo, a mí solo me corresponde demostrar que recibí el mensaje, pues de manera casi automática me siento parte de su celebración, de su rito, y estoy agradecido pues (aunque efímera) he conseguido una aceptación.

nueva esperanza: una manera singular de recordar a los muertos

Cerca de las 4:00 p.m., carismáticos cantantes vernaculares se hacen presentes, “¡tócate un yaraví, que a mi papá le gustaba!”, grita uno. Más allá un danzante de tijeras zapatea el polvo ante el sepulcro de un amigo con quien compartía el gusto por dicha danza. De manera consecutiva, las interacciones no dejan de suceder gracias al contacto social que produce el recuerdo del fallecido, la visita de los deudos y la admiración de quienes estamos aquí. Si bien en este contacto no prevalece el intercambio de palabra de forma total, el reconocimiento y la participación mutua son más que suficientes por medio de miradas, movimientos y por la simple atención que se le otorga al discurso de aquellos artistas de la música y la danza.

Como investigador de la antropología visual, confieso mi interés en no minimizar la celebración con estos lacónicos párrafos que no alcanzan a describir y representar lo que en realidad es el cementerio Nueva Esperanza y su gente; esto es apenas un acercamiento a una realidad cultural presta a ser valorada, entendida y -por supuesto- documentada. Es la locación, son los deudos que visitan a sus familiares, los pintores y restauradores de criptas, los músicos y danzantes quienes se encargan de propulsar mi descripción, inaugurando la interacción y manteniéndola por medio de su discurso.

Siendo poco más de las 5:30 p.m., regreso a casa agradecido por la experiencia e imaginando si el próximo año Nueva Esperanza me recibirá de la misma forma.

*Este post es una colaboración de Guillermo Torres Campos, docente de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad Privada del Norte.

Whatsapp UPN