Sobre crónica y lectura
Para llegar a dominar el género, un cronista no solo debe conocer los secretos del oficio, sino ser un lector apasionado, porque es de los libros que lee de donde extrae las mejores lecciones.
La crónica es el más literario de los géneros periodísticos; de esto no hay la menor duda. Pero es también el género que demanda mayor preparación en el uso del lenguaje y el manejo de las técnicas y procedimientos del discurso narrativo.
Por un lado, el cronista debe ser sagaz en el desarrollo de descripciones, escenificaciones y diálogos. Y, por otro, diestro en la utilización de figuras literarias en el lenguaje. Para ambos casos, necesita ser un lector apasionado y persistente, porque es de los libros que lee de donde extrae las mejores lecciones. ¿Y qué debe leer un cronista? Crónicas, sin duda, aunque mucha, mucha literatura.
Héctor Abad Faciolince, que es un gran novelista y cronista al mismo tiempo, recomienda tres grandes pasos para llegar a escribir una crónica. El primero, dice, es desarrollar «ese otro órgano que los buenos cronistas comparten con algunos insectos y con la televisión: las antenas. El cronista debe tener antenas para ver —como ve el bastón del ciego— lo que se nota sin verse, y antenas para detectar y sentir donde están las historias». Es, digamos, el trabajo de campo, ese que solo se logra si uno se echa a caminar y gasta la suela de sus zapatos. La crónica, dice Abad Faciolince, no es un “género literario sentado”, como son el artículo, el cuento y la novela.
El segundo paso consiste en usar ya no el genio de los zapatos, sino el de las nalgas; es decir, «comprimir en palabras el relato de lo sucedido, en un orden no necesariamente cronológico, pero sí que resulte ordenado en su cabeza y en la cabeza del lector. El cronista se sienta a traducir su experiencia mental, a las palabras bien escogidas de su lengua, en nuestro caso, del idioma español». Es aquí donde la crónica deja de pertenecer al “género literario de los parados” para regresar al de los “sentados”. Trabajo de gabinete se llama.
Quiero destacar de esta etapa no solo el orden de la imaginación y las ideas, sino, sobre todo, el trabajo con las palabras: pulir, corregir, mejorar y consultar diccionarios. Un cronista, como un escritor, necesita disponer de un número suficiente de vocablos. Su diccionario privado tiene que estar por encima del promedio, pues de otro modo le será imposible expresar cabalmente la realidad.
Se calcula que un ciudadano común y corriente utiliza en su vida diaria un promedio de 300 palabras para comunicarse; una persona culta, 500; un escritor y poeta, 1000; y un escritor genial, alrededor de 5000. El lenguaje no se enriquece con la intuición o improvisación, sino con el aprendizaje continuo. De ahí la necesidad de devorar novelas, diccionarios, libros de poesía y otros semejantes.
La lectura no es el único modo de adquirir el dominio de nuevas palabras y sus correspondientes significados; está también el diálogo con los personas del entorno. Sin embargo, como la dimensión oral de la lengua no tiene el nivel de rigidez y perfección que exige la dimensión escrita, se considera menos estimulante. El cronista tiene que ser, debe ser, antes que nada, un lector. Y si es uno exigente, mejor todavía.
El tercer paso, es enfrentarse a «los límites de la crónica, que no son otros que los de la verdad (jamás mentir) y los de la canallada (nunca contar lo que no puede ser contado, porque viola la intimidad o la dignidad de las personas)». Menuda exigencia la de Abad Faciolince. Esta es, probablemente, la parte más difícil, especialmente ahora: época de vacas flacas para la ética periodística.
A continuación, a un cronista no lo queda sino escribir, escribir y escribir. «La crónica es literatura bajo presión», dice Juan ViIloro, un maestro del oficio. La práctica continua, sin duda, hace la perfección.
* Este post es una colaboración de Luis Eduardo García López, director de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad Privada del Norte.