El liderazgo en crisis y la crisis del liderazgo: cuando elegimos a nuestros líderes

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Foto: www.congreso.gob.pe

La terrible crisis climatológica que azotó buena parte de nuestro país recientemente ha dejado dolorosas pérdidas humanas, ha dañado infraestructura clave, generará una serie de efectos económicos negativos y a su vez, ha desnudado (no por primera vez, pero quizás de una forma más cruda, por una mayor exposición, repetición y también alcance vía redes sociales) la fragilidad que nos caracteriza por ubicación y geografía, y por contraste con ella, la pavorosa falta de previsión que ha caracterizado a diferentes actores de gobiernos anteriores (sea a nivel central, regional o municipal) y la precariedad con que se han tomado decisiones, usando fondos destinados a dicha previsión para otros fines (si acaso).

Aquello de que “El Perú es más grande que sus problemas” es una frase común y esperanzadora, sobre todo en tiempos duros, pero en modo alguno puede convertirse en un mantra que reemplace la adecuada preparación y el uso racional de los recursos para salvaguardarnos de crisis posteriores; uno de los elementos que distinguen el desarrollo en una organización compleja es la capacidad de asimilar el aprendizaje y en función a ello, el hecho de anticipar riesgos futuros y prevenirlos: toda crisis es en sí misma una oportunidad de aprendizaje, y deplorando nuevamente las muy lamentables pérdidas humanas (y la magnitud de las materiales), es justo ensayar una reflexión desde distintas perspectivas sobre lo acontecido.

Liderazgo y crisis
Rasgos de un adecuado liderazgo en tiempos de crisis son la previsión, la capacidad de reacción inmediata ante el suceso y la respuesta oportuna que sigue al desarrollo del acontecimiento en sí (con la comunicación como variable crítica); superado el incidente, se refuerza el primer rasgo al considerar medidas preventivas adicionales, producto del nuevo aprendizaje, para reducir la exposición a un riesgo similar futuro.

Siendo la previsión una materia pendiente (como sociedad y estado), la reacción y respuesta que hemos visto por parte de nuestras principales autoridades -salvo algunos casos- aparecen apropiadas, por lo pronto, en el dimensionamiento de la crisis y en evitar en sí misma que ésta escale. El liderazgo ejercido por nuestras fuerzas armadas, ministerios y oficinas gubernamentales ha evitado un saldo de pérdidas aún mayor que lamentar: las imágenes de miembros de la Fuerza Aérea, la Marina de Guerra y el Ejército del Perú, en medio del caos de la emergencia, atendiendo y ayudando a múltiples damnificados, son postales que nos permiten recuperar la confianza entre nosotros como sociedad y reforzar nuestra apuesta por un futuro en conjunto. El liderazgo espontáneo emanado entre distintas personas, que permitió el acopio de bienes de primera necesidad y otras tantas iniciativas de ayuda surgidas en medio de la crisis, emergen también como una esperanza para nuestra autoestima nacional: hemos evidenciado una capacidad de ser solidarios a un grado que sorprende positivamente.

Sin embargo, toca cuestionarse también sobre el liderazgo no ejercido por algunas de nuestras autoridades, las que claramente no dieron la talla, pero más allá de las críticas particulares, toca hacer introspección sobre la responsabilidad que como ciudadanos tenemos en ello, toda vez son autoridades elegidas a través de nuestro derecho a voto, derecho que debe llevarnos también a auditar el desempeño de las autoridades en la función misma del cargo: ¿somos acaso las autoridades que elegimos?: claramente no, toda vez la promesa en campaña puede quedar en ese plano, y desvirtuarse una vez en el cargo; pero no podemos desentendernos de lo que hacen aquellos que elegimos.

¿Por qué elegimos así?
No puedo dar fe de cómo habrán sido las cosas en el pasado, pero a veces pareciera que en los años más recientes nos hemos sumergido en una extraña cultura del espectáculo, que subordina cualquier deber y responsabilidad al plano de los gestos, de lo que se cree es la postura apropiada detrás del rol de liderazgo asumido: es como si la forma y la imagen hubieran consumido la función, como si bastara con aparentar y parecer, y no necesariamente ser y hacer; un liderazgo genuino debe buscar el bienestar de largo plazo, y se concentra en resolver los problemas más graves, al margen de la popularidad y la simpatía, orientando la opinión pública sí, sobre la importancia de las acciones emprendidas. Perder de vista ello es condenar el mandato de nuestros líderes a medidas puramente cosméticas, de corto plazo, y en el peor de los casos, de un populismo plano. Contrasta esto con la actitud de cierto tipo de elector, que vota complacido por el pragmatismo de “hechos y no palabras”, promesas estas que a la hora de la verdad, se suelen desplomar: gestiones que prometen resultados concretos y que terminan ostentando, por contradicción, terribles ausencias. Es este elector “pragmático” el que ha colocado en la mayoría de los casos, a figuras carentes de un auténtico liderazgo.

Decía el Prof. John Keegan, de la Real Academica Militar de Sandhurst (Reino Unido), a propósito del liderazgo y su función, “Lo que resulta interesante sobre los líderes heroicos… no es señalar que poseían cualidades excepcionales, algo que se da por hecho, sino preguntarse de qué manera las sociedades a las que pertenecían esperaban que se presentaran esas cualidades.”: es este el intrincado binomio entre el liderazgo y la sociedad de la que emana. Asumir nuestro derecho a elegir autoridades, a escoger un líder, debe venir acompañado de una dosis de madurez y de realismo en cuánto a nuestras expectativas y lo que realmente podrá hacer por nosotros el estado. Decía el presidente Kennedy “no preguntes qué puede hacer tu país por ti: pregúntate que puedes hacer tú por él”. Es una buena frase. Quizás podríamos empezar por elegir autoridades que tengan liderazgo genuino: preferir un líder que me dice la verdad, aunque dolorosa, a uno que me promete una mentira.

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