Hablemos de Facebook

En febrero de 2004, en la Universidad de Harvard, un joven programador, de apenas veinte años, diseñó una red de intercambio social que hacía posible compartir información personal entre sus miembros. Esta plataforma virtual había sido pensada, en un inicio, sólo para ser empleada por los estudiantes de aquella universidad. El éxito que obtuvo determinó que algunos meses después la red se extendiera a otras universidades, y en poco tiempo su uso se difundiera entre miles de usuarios. Aquel joven se llamaba Mark Zuckerberg, y luego de este auspicioso comienzo abandonó la universidad, marchó a Palo Alto, donde potenció los servidores de la plataforma, y la convirtió en una empresa a la que llamó Facebook. Convertida ahora en la red social de más impacto, la creación de Zuckerberg ha llegado a concentrar la actividad de alrededor de 1400 millones de usuarios en todo el mundo.

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Este gigantesco tinglado virtual no sólo genera mucho dinero para su creador (actualmente el valor financiero de la red ha sido calculado en 200 mil millones de dólares), sino que sus ganancias están directamente relacionadas con la información que las grandes empresas consiguen gracias a él. Y gracias, justamente, a los millones de usuarios que muestran de la manera más natural información personal en sus flamantes muros. Información esta de particular valía para las empresas de nuestra aldea global. Con todo, no es muy común preguntarse qué implicancias podría tener el hecho de compartir información que, en ocasiones, es ofrecida con prodigalidad por los usuarios. En este contexto podría parecer que quienes adoptan posturas que cuestionan la manera en que opera la red social de Zuckerberg, lo hacen porque, para decirlo con Umberto Eco, se sitúan en la orilla de los apocalípticos. Quizá en algunos casos esta observación tenga asidero; pero, definitivamente, no necesariamente es así.

Douglas Rushkoff, especialista en medios digitales y autor de varios libros sobre el tema –es decir, un personaje al que no cabría llamar «apocalíptico»–, anunció a través de un texto hecho público en el portal de CNN, hace poco más de dos años, que se disponía a cerrar definitivamente su cuenta de Facebook. Entre los motivos detrás de tal decisión, acaso el más atendible partía del cuestionamiento de la astucia con que la red social fundada por Zuckerberg empleaba aquello que en estos tiempos constituye un valor fundamental: la información. Las «gráficas sociales» que se generan a partir de la actividad del usuario, es decir, las fotos que comparte, los like que da, las publicaciones y comentarios en que menciona alguna marca o algún servicio, los lugares que frecuenta, sus libros y filmes preferidos, y demás datos personales, poseen importancia medular para las empresas investigadoras de datos, pues a partir de dicha masa de información –en cuya producción y sistematización Facebook, como se ve, cumple un rol de primer orden– los usuarios se transforman en engranajes de la gran maquinaria consumista que dirige hacia ellos los productos que los grandes consorcios empresariales buscan vender.

La tarea la realizan disciplinada y entusiastamente los propios usuarios. Facebook y las empresas investigadoras de datos  –aquellas sustentadas en la labor de los llamados numerati (Baker, 2009)– hacen mucho dinero; los usuarios hacen muchos «amigos» y obtienen cientos o miles de like. Digamos que la relación, bien miradas las cosas, no es muy simétrica.

Pero, por otra parte, hacer uso de Facebook supone compensaciones emocionales, ciertamente. Ello daría razón de la demanda global de que es objeto la plataforma. En su mayor parte, los usuarios se desentienden de las implicancias que tiene el uso de esta red, muestran escasa voluntad de evaluar lo que en última instancia ella representa, y persisten despreocupadamente en su uso. Es seguro que miles podrían desarrollar una suerte de «síndrome de abstinencia» ante un escenario en que tuvieran que prescindir de este medio virtual. Y esto es explicable. La recompensa egocéntrica de saberse observado, quizá admirado, convertido en objeto de atención por las presuntamente grandes ideas publicadas o compartidas, o por las fotos exhibiendo el mejor ángulo en un pretencioso selfie acaso sea la razón central que ha determinado el crecimiento no sólo de Facebook sino, en general, de todas las demás redes sociales que pueblan el ciberespacio.

No podría negarse que Facebook sirve también como medio para establecer contactos de diverso tipo, y entre los cuales figuran, sin duda, los contactos académicos, intelectuales, laborales y otros que, ciertamente, no son triviales o irrelevantes. Pero pareciera que el afán de estar allí para hurgar en la vida de los demás y, en la misma medida, para sentir que se es objeto de atención, constituye la principal motivación de la mayoría de aquellos que circulan entre los miles y miles de perfiles disponibles. Pareciera ser que no importa mucho lo que se publica; lo crucial es hacerse notar, actualizar el muro con premura y frecuentemente, con lo que más a la mano esté. He ahí lo que se tiene si se evalúa la calidad del contenido publicado en Facebook: cantidades ingentes de «pensamientos» atribuidos espuriamente a figuras renombradas de la cultura; videos y textos reproducidos viralmente acerca de temas increíblemente banales; comentarios no sólo articulados con una sintaxis defectuosa y con garrafales faltas ortográficas, sino expresados con superficialidad y desatino.  No estaría de más traer a colación lo que opina acerca de esta multiplicación de contenidos fútiles –que son los mismos que circulan en Facebook–  Jaron Lanier, no un apocalíptico trasnochado, sino uno de los puntales de la revolución digital: «Los comentarios anónimos en blogs, los vídeos de bromas insustanciales y los popurrís intrascendentes pueden parecer triviales e inofensivos, pero, en conjunto, esa forma de comunicación fragmentaria e impersonal ha degradado la interacción interpersonal.» (Lanier, 2011, p. 8). ¿Hay excepciones? Por supuesto, las debe haber. Pero, probablemente, sean aquellas que, precisamente por ser tales, confirman la regla.

Sería injusto, además, no reconocer el potencial que posee una red social como Facebook para aglutinar esfuerzos a través del establecimiento de redes de contacto con una rapidez impresionante en pro de buenas causas, o para convocar movilizaciones de justa protesta o, en fin, para promover contracampañas desestabilizadoras frente a publicidad dañina (recuérdese el uso que se hizo de esta red en el contexto de la Primavera Árabe y lo que hizo el prosumidor frente a la publicidad de la cerveza Schneider en Argentina). Pero, ¿cambia substancialmente el carácter asumido por esta red social el hecho de que pueda ser empleada de esta manera? Muy probablemente no. Lo substancial es generar tráfico, aun cuando lo que mayormente se publique sea desecho comunicacional, pues a costa de este flujo incesante de torrentes de información las grandes compañías, y con ellas la de Zuckerberg, se llenan los bolsillos.

No pontifiquemos: Facebook quizá no esté pensado para servir de medio de difusión de la llamada alta cultura y, por lo demás, nadie nos fuerza a abrir una cuenta para exhibir nuestras grandezas y nuestras miserias. Finalmente, somos nosotros los que damos vida a una red como aquella; si deseamos trabajar sin un sueldo para Zuckerberg, adelante. Y sin embargo, hay una dimensión más profunda a la que cabría apuntar. Facebook sintetiza bien lo que el mundo es ahora: una inmensa telaraña tejida por  individuos hiperconectados, casi tocándose a través de la fibra óptica y las pantallas de cristal líquido, pero, paradójicamente, separados espiritualmente por kilómetros de indiferencia de aquellos a quienes tienen próximos físicamente, y que, del mismo modo, se encuentran sentados al lado, publicando frenéticamente en alguna red social a través de  una laptop, o haciendo lo mismo frente a la computadora, con una tableta o con el último smartphone, constituyendo una muchedumbre de soledades que confunde ruido comunicacional con diálogo.

Estamos viviendo nuevos tiempos: decir esto es casi una perogrullada. Pero téngase en cuenta que los que sienten el crudo impacto de estos cambios no son sólo aquellos que no ostentan la condición de «nativos digitales» y asumen posturas catastrofistas y antitecnológicas, sino también, como hemos visto en el caso de Rushkoff y Lanier, especialistas en este ámbito que paran mientes en algunas de las motivaciones mezquinas que están detrás de la web 2.0, y en el deterioro humano que, peligrosamente, se está produciendo merced al uso, digamos, desorientado y probablemente perverso (es decir, desnaturalizado) de estas tecnologías, y que redes como Facebook favorecen de manera intensiva.

Ciertamente no se trata de ser tremendistas. El mundo cambia. Ha estado cambiando desde que el hombre aplicó sus fuerzas a intentar dominarlo. Los paradigmas se suceden, ya sea en el ámbito social, económico o científico. Estamos asistiendo hace ya algunos años al advenimiento de una nueva matriz cultural –una más– que tiene como uno de sus ejes el uso intensivo de tecnología digital en el procesamiento y distribución de la información. Desde Lyotard se la ha dado en llamar posmodernidad. Acaso la red creada por Zuckerberg sea la avanzada de una nueva forma de encarar el reto de la comunicación humana. Suena demasiado heroico para una plataforma virtual que, en última instancia, se nutre de lo epidérmico, lo fútil y lo accesorio. Pero, justamente, ese es el hecho: el progresivo afianzamiento y normalización de una nueva forma de comunicarse y de concebir la realidad. No mejor ni peor que aquellas otras que la precedieron, simplemente, distinta. Aunque se oiga patético, el túnel del que hablaba Sabato en su famosa novela tal vez esté hallando concreción  virtual y legitimadora como forma novedosa de comunicación, al fluir a través de canales del tipo que esta también famosa red social representa: algo así como decir que la imposibilidad sustancial de una verdadera comunicación humana (aquel encierro en túneles paralelos de que hablaba el escritor argentino) está siendo asumida como práctica masiva en estos tiempos de vértigo informático de manera inconsciente, lúdica y despreocupada. ¿Es malo esto?

Bienvenidos a Facebook; bienvenidos a la cultura digital.

* Este post es una colaboración de José Antonio Tejada, docente de la Universidad Privada del Norte.

Referencias

Baker, S (2009). Numerati. Lo saben todo de ti. Barcelona: Seix Barral.

Lanier, A. (2008). No somos computadoras. Un manifiesto. [ePub]. [Sin lugar de edición].Trip. Disponible en http://www.megaepub.com/jaron-lanier-no-somos-computadora.html

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