Presocráticos y enigmas de la humanidad

Fue un griego, nos cuenta la historia, quien en busca de una respuesta a la incógnita que representa para el espíritu humano la realidad, echó a andar, hace dos mil seiscientos años, aquella actividad que desde entonces se denomina filosofía. En Mileto, ciudad situada en las costas del Asia Menor, en aquella región a la que se denominaba Jonia, Tales, nombre de aquel prístino pensador, aventuró una respuesta frente al enigma del origen de las cosas: este colono heleno, de intelecto inquisidor y curiosidad diversa, afirmó que era el agua el principio (o arjé, si transliteramos el término griego) que se hallaba dando sustento a todo lo existente. La pregunta acerca del origen de la realidad, así, se encontró por primera vez con una respuesta formulada sobre la base de un esfuerzo que ya no consideraba como materia de explicación fuerzas sobrenaturales convertidas en dioses por la fantasía de los primeros hombres, sino que, por el contrario, apelaba a la potencia racional para intentar comprender un mundo en que el cambio, la caducidad, el azar y también el dolor constituyen el horizonte problemático de la condición humana.

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Así nació la filosofía. Tras este primer conato de explicación surgieron otros. Anaxímenes diría que era el aire el verdadero fundamento de lo real. Anaximandro pensó que el origen de lo que vemos y tocamos debería ser una substancia indeterminada, cuya progresiva transformación tendría que haber dado origen a todo lo que conocemos, y la llamó ápeiron (es decir, «sin límites»). Y así en más: Empédocles, Anaxágoras y Jenófanes formularon también sus propias explicaciones. Demócrito y Leucipo opinaron también, dejando una hipótesis que más de dos mil años después se revelaría fecunda, al sostener John Dalton, apoyado en evidencia empírica, que los últimos componentes de la materia eran corpúsculos indivisibles muy semejantes a aquellos postulados por estos dos legendarios filósofos griegos.

Pero la pregunta fundamental seguía preocupando a otros filósofos. La búsqueda continuaba en la Grecia del siglo V antes de Cristo. Las respuestas fueron haciéndose cada vez más complejas. En un momento determinado, se dejó de lado la idea de que debía ser una substancia física la que diera sustento a nuestro mundo. Parménides dio cabida a la idea de que el ser, la pura realidad existente, era único, indivisible, estático, y con esto negaba increíblemente la posibilidad del movimiento y del cambio, manifestaciones estas que serían aparentes, dado que a la verdadera realidad  sólo se accedía a través de la razón. Heráclito, por el contrario, elevó el fenómeno del cambio a la categoría de principio: lo único real, pensaba, era el continuo movimiento que se operaba en el seno de las transformaciones que sufría nuestro mundo y nosotros mismos. «Todo fluye» es el aserto que se asocia a su legendaria figura. Concibió un fuego eterno como el emblema metafísico de su oscura doctrina.

Pitágoras, el taumaturgo de Samos, fundador de una de las primeras fratrías esotéricas de la historia, dio un vuelco tremendo a esta búsqueda: vio en el número el origen de todo. A cada paso, el sabio de Samos y sus seguidores hallaban en lo tangible armonías intangibles subyacentes entretejidas de exactos patrones matemáticos. La cofradía pitagórica descubrió las relaciones que rigen los intervalos musicales, los números cuadrados, la proporción existente entre los catetos y la hipotenusa de un triángulo rectángulo. Y pese a que el descubrimiento de los números irracionales sacó de su embriaguez a Pitágoras, desbaratando su confianza en la perfecta armonía del cosmos, aquella idolatría del número y del conocimiento matemático dejó una profunda impronta en la cultura occidental: Galileo diría veintidós centurias más tarde que el libro de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos.

Un horizonte de pensamiento se cerraba. Aquella época –la época de los filósofos presocráticos– en que estos primeros pensadores griegos intentaron explicar el enigma esencial del universo, se convertía en crepúsculo. Tras este, una nueva aurora se desplegaba y con ella harán su aparición los sofistas, mostrando la faz del escepticismo y pregonando que las leyes son hechura humana, fruto sencillamente de la convención social. Sócrates intentará hacerles frente. Pero esta es ya otra historia. Nietzsche dirá que con Sócrates el afán de explicar el misterio de la existencia tomará un rumbo racionalista, apolíneo, intelectualista. Y con ello, comenzaría, según el autor de Así hablaba Zaratustra, la debacle de la cultura occidental. Su diagnosis es tremenda: de Platón   –discípulo dilecto de Sócrates y celebérrimo perpetrador del falaz topos hiperuranio– al surgimiento del cristianismo y la moral del esclavo hay sólo un paso.

Pero esta fase del pensamiento forma parte de otro capítulo de la historia de la filosofía.

Los interrogantes en torno a los asuntos problemáticos de la existencia humana, empero, continúan formulándose. El acento, ciertamente, está puesto sobre otros temas. Pues, ahora, las preguntas se han alejado un buen trecho de aquella primera matriz de pensamiento configurada por los griegos hace veintiséis siglos. Pero la demanda de explicación, aquel «apetito de claridad», común a la especie humana, de la que hablaba Camus en El mito de Sísifo, permanece incólume. Los filósofos ahora ya no preguntan por el fundamento o por la verdad última e imperecedera, o por los principios que gobiernan los designios humanos; el pensamiento posmoderno ha desfondado aquel primigenio impulso. Y, sin embargo, esta actividad sigue su rumbo con aquel rutilante y paradójico extravío que hace volver la mirada siempre hacia algún rincón del pensamiento desde el cual pueda venir proyectada la respuesta redentora (para emplear un giro wittgensteiniano), aunque, claro, el afán explícito de esa búsqueda no se manifieste de ese modo.

Aquel misterio de lo primero (la pregunta por el porqué de las cosas que secretamente atormenta al hombre) continúa siendo acechado por la curiosidad del filósofo, aun cuando en ocasiones incluso se desestime la posibilidad misma de que la filosofía sirva para encontrar alguna respuesta que pueda juzgarse infaliblemente cierta, absolutamente segura, rotunda y fundamental (como Cioran y Wittgenstein lo dejaron expresado). La inquietud, en efecto, sigue allí. Después de todo, quizá Schopenhauer haya tenido razón al decir sin aspavientos –en unas líneas memorables de El mundo como voluntad y representación- que el hombre es un animal metafísico.

* Este post es una colaboración de José Antonio Tejada Sandoval, docente de la Universidad Privada del Norte

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